lunes, 7 de enero de 2008

Este blog, ahora, funciona como un archivo.
La cosa sigue ACÁ.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Última función. Última oportunidad para ver:


Una súper diver de Pablo Iglesias.
Vayan. Después no digan que no les avisé.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Haiku con fiebre

esta tarde el viento
me arrancó las plumas
piel de gallina

domingo, 4 de noviembre de 2007

Abro paréntesis

El despertador suena a las diez de la mañana.
Te levantás sin abrir los ojos.
(Ayer, pegada al teclado hasta las cuatro de la madrugada.)
Pocos minutos después, abre la puerta de su habitación la niña.
Mismos ojos achinados.
Mismos, mismos.
Desayunan.
Ponen música.
Bailan.
Ella te señala –su dedito índice estirado en dirección al estante mas alto de la repisa- los álbumes de fotos.
Te pide ver.
Te pide verse en fotos.
Verte. Verlos. A vos, a ella y a el. A todos.
Se sientan en el sillón y repasan por centésima vez las hojas de cartulina gruesa sobre las cuales están pegados los rectangulitos de celuloide impreso.
Impregnados de tiempo. Pasado.
Vos embarazada. Vos en la clínica sosteniéndola a ella en brazos.
Diminuta, pelusita, semillita, granito de café.
El acaricia con su mano gigante -tan larga casi como ese cuerpito todo- la cabeza blandita, el cráneo recén hecho.
Mientras, con el otro brazo, te rodea los hombros.
Te rodea puérpera.
Vos y ella dan vueltas las páginas.
Hacen tajos en el tiempo.
En la planicie del álbum, ella se baña, gatea, camina, sube la escalera del tobogán.
La familia veranea.
Mendoza, Uruguay, Brasil.
Algunas fotografías, pocas, tuyas.
Pocas, porque en la mayoría de los casos te encontrás del otro lado del objetivo.
Ella mira arrobada las imágenes y relata lo que ve. Lo que vivió. Recuerda. Resignifica. Da entidad. Crea. Hace presente lo ausente. Re-vuelve.
El timbre las sobresalta.
Es el, que la viene a buscar. A ella. A la pequeña.
Rápido. Vestirse. Vestirla.
Rápido, la remera, la pollerita, los zapatos.
Evitás las discusiones. El posible berrinche.
Pollera, aunque esté fresco.
Zapatos de charol negro, aunque se ensucien y vos consideres que no son adecuados.
Llaman al ascensor. Bajan.
Mientras descienden los cuatro pisos, te mirás en el espejo. Estás demacrada. Ojerosa. Pero de algún modo te parece que sos, estás, atractiva.
Te peinás las cejas con la yema de los dedos.
La calle está inundada por la claridad del sol.
El espera junto a la puerta del auto, arrimado a la vereda.
Cuando la pequeña lo ve, corre. Se abrazan. Se besan. Festejan.
Vos, a un costado, observás la escena.
Sos un extra.
Ustedes se miran. Se saludan con un movimiento de cabeza.
El saca del bolsillo algunos billetes. Los cuenta y te los da.
Vos los enrollás en el puño de la mano.
Intercambian un par de palabras referidas a la planificación de horarios, fechas.
Se asoman a una inminente discusión. Levanta la voz. No alcanza a gritar. Se contiene. Llegan a un acuerdo.
SE despiden. Besás a tu hija. La retenés un segundo más contra tu cuerpo. Ella te besa apurada y se desliza por entre tus brazos.
Chau.
Suben al auto.
Medio giro.
Entrás. Subís al ascensor.
Sobre tu cara se dibujan las sombras de la puerta –reja, cuando la cerrás.
Un tablero de ajedrez.
Un ta-te-ti
Te asomás, antes de presionar el botón, para verlos ir.
El auto ya arrancó.
No existís más en la geografía de sus cerebros.
Desapareciste.
Prestidigitación.
Magia.
Empezás a derramarte como la cera de una vela encendida.
Goteás.
Abrís la puerta del departamento.
Llorás como un perro.
Gemís como un perro.
Parada en el medio del living.
Media hora.
Te lavás la cara.
Ibupirac y gotas de colirio.
Te sentas frete a la pantalla de la computadora.
Te ponés a trabajar.
No te levantás de tu silla, salvo para hacer un mate o ir al baño, hasta que se hace de noche.
Recién entonces, prendés una luz, encendés el equipo de música a un volumen poco decente y abrís el grifo de la ducha.
Te desnudás.
Permanecés quieta, dejando que las gotas calientes resbalen por tu cuerpo. Te quemen.
La mirada fija en la orgía que se está llevando a cabo frente tuyo, entre dos Barbies y un Ken, todos encimados, desnudos, tiesos, mojados.
El cuarto de baño se cubre de vapor.
Vos cantás a dúo con el muchacho del compact. Propagás las vibraciones de tu voz, que rebotan contra los azulejos:

En la curva del camino
Dos amores me encontré
Pero el camino seguía
La curva ya la pasé
El cruzar la encrucijada
Exige concentración
Si mi cicatriz hablara
Contaría su versión
Nada más
Conozco un modo
Ante la duda todo

jueves, 1 de noviembre de 2007

tejer

a mi alrededor

una llovizna

de ceguera


retorcerme

lo suficiente

como para escurrir


de mí

todo el dolor

hasta quedar ya no yo

porque ya

no sería yo misma

sin dolor ,


sino carcaza.

martes, 30 de octubre de 2007

bordeo la idea del suicidio
de un modo similar
al de la lengua
humedeciendo el recorrido de los labios

sábado, 27 de octubre de 2007

La noche

Ese momento en el que apagás la luz.
Y te rodea una capa espesa de oscuridad y silencio.
Y no sos nada más que pliegues y más pliegues superpuestos de vos misma.
Y el techo sobre tu cabeza es como la tapa de un ataúd, en el que te metieron viva por error.

jueves, 25 de octubre de 2007

Soy capaz de comprender los impulsos violentos del asesino
Le reventaría la cabeza contra la pared
Le abriría de un solo tajo el pecho

El desamor me aniquila.

lunes, 22 de octubre de 2007

letra chica

A los que confían en mi
A quienes depositan cierta cantidad de expectativas
Les advierto
Que
Como un teléfono
Semipúblico
No devuelvo las fichas
En caso de cortarse
La comunicación

sábado, 13 de octubre de 2007

Fragil

Yo podría ser ese loco que sube ahora al colectivo hablando solo. Podría, como el, taparme la boca con las dos manos. Aprisionar los sonidos, ahogarlos debajo de la tela mal zurcida y al borde del desgarro de sus labios apretados. Rendirme ante la prepotencia de las palabras que implosionan y derriban la empalizada de dientes. Podría ver cómo salen disparadas las chispas atizadas por los movimientos de la lengua. Podría sentir la nube de humo negro sobre mi cabeza. Restos de una fogata de tinta.

Yo podría ser esa mujer que mira por la ventanilla, arrojándose con los ojos lejos de si misma. Triste. Sola. Extraviada. Clavando en su cabeza como clips imperdibles, signos de pregunta.

jueves, 11 de octubre de 2007

Aquí yace una lasaña

No sé. Es un título que se me ocurrió. Porque quiero estar de moda, tal vez. Porque nadie me explica en qué consiste. Porque hoy las palabras rebotaron contra las paredes de mi cerebro y yo fui una sierra dentada, redonda, desplazándome por la ciudad, arrojada después de girar en el aire degirar en el aire y, desatornillada, volé. Porque pensé en diferentes técnicas para lograr un suicidio eficaz. Tuve que trabajar. Y lo hice. Lo hice. Pero antes, en la calle, vidrieras. Maniquíes con vestiditos de comunión, de novia, esmókings. Perfumes. Artículos de librería. Ropa para niños. Ferretería. Y, mientras tanto: enroscar una soga en mi cuello y colgarme, acariciarme las venas con una navaja, tirarme de la ventana de un rascacielos, tomar una sobredosis -pero efectiva- de pastillas, meter la cabeza en el horno. Y hablando de todo un poco, caminar a casa en lugar de tomar un colectivo no es en absoluto económico para mi. Se pasa por delante de muchas librerías cuando el camino elegido es la longitudinal calle Corrientes. Se pasa, se entra, se hojea, se pregunta precio, se compra. Una ha dejado de comprar de todo -una, que fue una esposa mantenida y que nació en cunita de oro, princesita rusa, princesa judía mecida por el traqueteo del tren que pasa a unos metros de la propia ventana en dirección a la estación Belgrano R.- ha dejado de comprar María Cher, de comprar café en Bonafide, pasta De cecco, de tomar taxis, de comer tomates. Se mudó a Balvancha. Pero no deja de comprar libros. Compra, si. Lo cual no significa (no, de ninguna manera significa) que los lea. Entonces compra Sylvia Plath. Porque siempre quiso sus libros de poemas y sus diarios y su toda ella. Y su cabeza en el horno y esa clase de infelicidad y cree (ella, ahora yo soy ella) que junto con Flora podrían ser las Inconmensurables-Suicidadas-Del-Mundo (a Alfonsina no la invitamos, no). Y debo confesar algo, ya que estamos en este plan: me he vuelto adicta a los chocolatitos:1. Estoy empezando a creer que voy en férreo camino hacia el alcoholismo: 2. Ninguna de estas dos cosas son para nada recomendables teniendo en cuanta que hay que cuidar la silueta, que en poco tiempo se viene el verano, que por lo menos a una pelopincho te van a invitar. Ay, qué épocas, pelopincho.

martes, 9 de octubre de 2007

El combo para toda la vida

Domingo. Tres amigas. Se juntan a almorzar. Casa en colegiales. Jardincito. Mesita al sol. La anfitriona, embarazada de cinco meses, prepara milanesas. Está antojada, dice. Además saltan gírgolas con manteca y romero, preparan ensalada de papa y huevo y de espinaca y palmitos, hornean rodajas de calabaza y queso. M se baja del colectivo en la parada equivocada y, después de errar la dirección de la caminata y volver sobre sus pasos, unas veinte cuadras en total, llega a destino. A las puteadas. Abren un vino. El brebaje afrutado acaricia gargantas y suelta lenguas, siempre dispuestas a resbalar sobre paladares y friccionar contra los dientes, en feliz combinatoria con las vibraciones de sus cuerdas vocales. En suma: cotorrerío. Pros y contras del parto en casa en detrimento del parto des-humanizado en la clínica. Dudas, certezas, preguntas. El gran signo de interrogación es ese gran vientre combado. X rememorar su propio parto, los primeros días de vida de su niña –esa que no está ahora con ella, que pasea por la costa atlántica con el padre, y que en ese mismo instante está dejando un mensaje en el contestador de su casa: “mami te extraño, la estoy pasando muy bien... ¿qué mas digo?” y la voz masculina de fondo que le dicta en voz baja: “mañana nos vemos” “mañana nos vemos. ¿Qué mas le digo?” “Te quiero mucho” “Te quiero mucho ¿qué mas le digo?”- los primeros meses, los primeros años. M. que está en pareja, feliz, correctamente casada desde hace un tiempo largo y se rehúsa al mandato de la maternidad sentencia: “yo no compro ni loca el combo para toda la vida”. El sol prorratea sus cálidos rayos. Preparan un postre: manzanas y frutillas al ruhm con helado. Luego se trasladan hasta la nueva alfombra blanca y peluda que se extiende sobre el piso de cemento del living. SE derraman. Y tejen más conversaciones que qué importan, hasta que se hace de noche.

viernes, 5 de octubre de 2007

Misterio

Girar en torno a mi
rostro
Buscando el rostro de Dios
Oculto
detrás de mi propio rostro
(Como un león
agazapado
en la oscuridad
de la selva)

jueves, 4 de octubre de 2007

Ready to wear



La moda de esta temporada.
Un must: el rosa chicle.
Lo + chik: el coulotte.
Están in: los ponys.
Texturas: vaporosas, ligeras, evanescentes, superfluas.
El look: nena ingenuota-sexy.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Yo-Fui-Testigo

El domingo pasado, Radar le dedica su tapa a los cuarenta años de La Lugones del San Martín. Escriben una serie de intelectuales típicamente Página 12. Saccomano, Pauls, Rep, Feinman, Fresán. Bueno, y Wolf en comodato (una gentileza de Ñ). Yo no seré ninguno de ellos, pero me acuerdo perfectamente de la primera vez que visité la sala (no voy a describir el color de la alfombra, ni las paredes recubiertas de madera, ni el programita detallado, porque ya lo hicieron casi todos).
Mi amiga Maru se había quedado a dormir en mi casa. Teníamos diez años. A la mañana siguiente, sábado, Madre nos promete una salida especial: ir al cine. ¡¡Siii!!! Iupiiiii!!! Al cineeeeee!!!! ¿A ver a los Parchís? ¿A ver La historia Sin Fin? ¿Una de Mickey? (Fantasía no, por favor, me aburre. Perdón Rodrigo), a ver... Ivan el terrible, de Eisenstein. ¿Iupi?. ¿Y ese? Ah. Un Ruso. Ah. Muda. Ah. Blanco y negro. Bué. Vamos. (Tá bien, si, no puedo no hablar del ascensor. Ya sé que ese fue un tópico común también). Sacamos la entrada en la boletería. Hicimos la cola. Subimos en ascensor. (Para mi, de lejos, lo mas emocionante de toda la salida). La sala no era distinta de otras salas. Es decir: ahora resulta particularmente anacrónica porque existen los villages, los hoyts (A los que amo. Salvo por el pochoclo, Ok, y por esos tacos hediondos, Ok, pero, por Dios, ¡sonido surrownd!). Nos sentamos en esas butaquitas tapizadas de cuerina. Se apagan las luces. Ahora viene el momento en el que cuento cómo ver a los diez años una de Eisenstein me cambió la vida. Cómo “Iván el terrible” fue una película emblemática para mi. Cómo descubrí mi vocación y cómo ese día empezó a perfilarse mi gusto cinéfilo. Cómo las imágenes penetraban en mi reina y me arrancaban lágrimas de emoción. Cómo se me reveló un secreto oculto, sagrado. Cómo me conmovieron esos rostros épicos. Cómo fui transportada a través del tiempo. Cómo lamenté que la proyección cesara.
Pues no. Resulta que me aburrí como un hongo. Resulta que le pregunté a Madre, cada diez minutos (con suerte) cuándo nos vamos. Que hubiera preferido al Topo Gigio toda la vida (aunque lo odiara, sobre todo porque me mandaba a la cama cada maldita noche). O una peli de Burbujas, de lejos, mi programa de TV favorito, o ir a ver una obra de Midón. A la infancia de Iván, la volví a ver de adulta. Y al Acorazado Potemkin y a cientos de películas mas. Muchas de ellas en la Lugones, sala que, a pesar de esa primera experiencia traumática (se sabe: Madre no se privaba de nada. A los doce me estaba regalando Rojo y Negro y Madame Bovary) volví a visitar –sigo haciéndolo- innumerables veces. (A popósito, Pauls: la del montgomeri azul en la de Pialat soy yo! Ey, soy yo!). Por suerte, después del bodrio ruso, nos llevó a La Paz. (Todavía no la habían reformado. Faltaba mucho) Donde, tomando café con leche ycomiendo medias lunas, nos contó a mi amiga y a mi cómo, en ese café, ella se juntaba con sus amigos a discutir sobre literatura y política. (Dice la leyenda que fumó porro con Tanguito en la cueva, pero andá a saber).

martes, 2 de octubre de 2007

De la evasión

Desde ninguna parte abre la puerta de su casa. Pelusas suspendidas en la penumbra. No prende la luz. Camina hasta la cocina. Abre el grifo. Llena la pava. Enciende la hornalla. Espera de pié el estremecimiento del agua. El sonido de las burbujas chocando contra la superficie metálica, dabajo de la llama violácea. Llena la taza. Sumerge una bolsita de té. Observa el movimiento ondulante y estriado de la infusión tiñendo el agua. Camina con la taza entre las manos con movimientos morigerados, esquivando las profusiones de dolor que reptan por su espalda. El calor atravesando la loza, sobre sus palmas. Se sienta en el sillón, al borde de la nada. Deposita los isquiones en la almohada. Ajusta las escápulas. No se acurruca. No se deja ir. No se deja ser. No se deja estar. Se embalsama. Los ojos abiertos, impestañeables. El viento azota las ventanas. El líquido intacto, dentro de la taza, despide todo su calor. Ella inmóvil, sujeta por el hay, por la densidad de su carne, se despide sin irse a ninguna parte. Se dirige hacia un futuro impracticable. Morirse sin hacer nada. Dejar de ser, siendo. Desangrarse, clavada en la cruz de su tachadura. Sonidos: tacos de mujer en la vereda, llanto de niño, el timbre del teléfono, voces que suben desde la calle atravesando la corteza del cerebro, impulsan una lluvia magnética de fibras que se agitan. Los significados se deseslabonan de sus significantes y se disuelven en la densidad húmeda la lengua. Nada Tiene Sentido.

sábado, 29 de septiembre de 2007

Leo y Subrayo

"Listo era lo último que ella deseaba que fuera el Kolker. Eso, estaba convencida, lo arruinaría todo. Ella solo quería a alguien a quien echar de menos, a quien tocar, con quien hablar como un niño, con quien ser un niño. El le servía para eso. Y ella estaba enamorada."

Del libro Todo está iluminado. Jonathan Safran Foer.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Recorta, completa y pega.

Y no reconocerse. Si ir o no. Contra su cuerpo. Inusitadamente amable. Conocidos. Borracha. Abrazo. Mirábamos de reojo. Ella. Barbies y patito de hule. Sueños cruzados. Veo a. Lo quiero. Colectivo. León. Como si fuera. Chongo. Banda. Generalmente esquiva. Bailamos. Es una. Ya. Decir cosas inconvenientes. Cruzamos la calle. Trío. Frío. Fiesta. Escote. Irse. Novio. Novia. Amigo. En un sentido. Amiga. Malvado. Amable. Al oido. En tu casa. En su casa. Estaba un poco. Electricidad en el cuerpo. Intransigente. Lo. ¿Me quiere? Como si no supiera. Caminábamos en. No como el otro que es un. Pero esta vez. Junto a. Distante. Yo. Me preguntó. Cuando ellos. Como cuando. Histérica. Una mano por detrás. Yo a vos. Siempre. Miramos a los ojos. Llegamos. Entonces. Risas, pasos de baile. Ser feliz. No sabe. El. Nunca nos. Digo la palabra. Si eramos. Que es como. Igual, voy. Un horror. Pocas palabras. A veces. Que no. Tenemos. Sentido. Tacharse. Zig-zag. Mirarse en el espejo. Dale, eh. Te conozco. ¿Y a mi? El agua. Ojo que. Una belleza. Pulserita mágica. Y yo le dije. Entonces. Para. A punto de irnos. Por. Sin. Fin. Si, sabe. Me pide que. Insiste. A punto de volcar. Me preguntó.

viernes, 21 de septiembre de 2007

10:30

De la mañana.
Suena el teléfono.
Es Madre.

-Vir ¿compraste Clarín hoy?
-No
-Andá YA (grita). Corré.

Corro. Pero hasta la compu.
Y leo esta noticia, que me alegra el día.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Ficción

-Hola.
-Hola.
-Qué tal.
-Bien.
-Cómo va todo.
-Bien
-¿La nena?
-Bien. SE está bañando.
-¿Fue a lo de Juancito?
-Si
-¿Cómo la pasó?
-Bien, parece. Paula me dijo que bien.
-¿Jugaron?
-Si. Creo que si.
-Bueno. Cuando salga del agua, ¿me llamás, así la saludo?
-Si.
-...
-¿Te puedo preguntar algo?
-Si
-Hoy vino con las uñas pintadas.
-Ah. Si.
-No me gusta que se pinte las uñas.
-¿Por?
-No me gustan las nenas con las uñas pintadas.
-Es un juego.
-Si. Un juego está bien. Pero después de jugar, que se las limpie.
-Ay, no es para tanto.
-No quiero que Leticia le pinte las uñas.
-No seas loca, por favor.
-No soy loca. Es mi criterio.
-Bueno. Yo tengo otro criterio.
-Ah, ¿si?
-Vos te perdés la experiencia.
-¿Qué?
-No sabés como se divirtió.
-A mi no me importa si se divierte o no. Hay cosas que yo no la dejo hacer. Las nenas no se pintan. Se pintan las mujeres.
-No me grites.
-Te pido por favor que me respeten.
-¿Qué te respetemos? Nadie te quiere sacar tu lugar.
-¿Quién dijo que me quieren sacar mi lugar?
-No voy a discutir.
-Yo tampoco.
-Bueno, chau.
-Pero tenemos que hablar.
-Ahora no. Chau.
-Chau
-Decile que me llame cuando salga de bañarse.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Ayer nomás

¿Había algo más odioso que estar tomando un helado –cucurucho, en el mejor de los casos- y que Madre, para evitar que el chocolate en pleno proceso de derretimiento no se derrame sobre manos, vestido, piernas, brazos, le aplicara un formidable lenguetazo? ¿Había algo más decepcionante que ver desaparecer, bajo unas fauces inmensas, nada menos que la MITAD de tu preciada montaña cremosa? ¿Había algo más asqueroso que el espectáculo de aquella pasta sin relieves, aplanada por su lengua, brillosa de saliva ajena? Yo me había olvidado de la desazón que se sentía. Hasta hoy, cuando le arrebaté de la mano a mi pequeña su conito de helado, y se lo devolví en versión pigmea.

Cuadernito

Anotaciones mentales: empuñaduras.
Apuntar en dirección a.
Sacar punta.
Rasgar el silencio con palabras: Apuntes.
Evocar la ausencia.
Tensar el arco.
El recorrido de la flecha envenenada describiendo una U.
Dar en el blanco.
Odiarte.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Muñeca desarticulada

¿Viste cuando los hilos que gobiernan los movimientos de una marioneta se enredan de forma tal que ejercen múltiples torciones en sus miembros superpuestos y enmarañados? Nunca se sabe cuándo ni por qué. Pero un par de manipulaciones arriesgadas y sucede. Los piolines llenos de nudos. El muñeco, una deformidad. Las extremidades enlazadas, el tronco rígido, el cuello y la cabeza doblados. Cuanto más empeño ponés en desenredar los piolines más se retuerce. Después está ese momento en el que pensás que ya casi. Que si paso este hilo por acá y ese por allá... Todo vuelve a su lugar y Voilá! Pero en realidad no. Más bien todo lo contrario. Antes de la frustración y la renuncia pensás en agarrar una tijera y cortarle los hilos de una buena vez. Finalmente lo que sucede es que lo abandonás a su propia suerte, a permanecer el resto de sus días contraído y enrulado.
Bueno. Así. Exactamente así.
Contracturada.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Dimanche

Córtese a usted misma transversalmente. Observe los pliegues superpuestos, la compleja superposición de capas, los bordes apergaminados, el dibujo ondulante que describen las finas láminas de su existencia apelmazada. Propóngase un paseo por los perímetros de ese predio arrepollado. Ingrese. Gire siempre hacia la derecha (¿O acaso hacia la izquierda?), precaviendo no extraviarse en el interior de.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Mi vida como otra

Hay una cierta cantidad de cosas que no harías nunca en tu vida. Si viajaras en colectivo, por ejemplo, y vieras subir a alguien que te resulta vagamente familiar, nunca te levantarías de tu asiento, junto a la ventana, para dirigirte en dirección a aquél. No le preguntarías si recuerda que se conocieron en una fiesta, hace unos meses, esperando que se desocupe el único baño disponible. Ni el te respondería que no sabe bien de qué le estás hablando, fingiendo que tu cara no le resulta del todo extraña. No le dirías que alcanzaron a cruzar un par de palabras, un poco a los gritos y que el te dijo, alzando la voz por sobre la música, que era historiador. Nunca te enterarías, entonces, que tienen una historia en común. Porque –ajeno por completo al resto de los pasajeros, sentado un par de asientos delante del tuyo, absorto en la lectura de unos apuntes que apoya sobre sus rodillas, no te bombardearía con preguntas del tipo: cómo te llamás, a qué colegio fuiste, y vos qué hacés, cuantos años tenés. No habrían reparado –entonces- en una coincidencia por demás llamativa: que nacieron el mismo día, en el mismo año. Que fueron compañeros de grado durante cuatro meses, hasta que el se cambió de escuela. Que estuvo en tu quinta de Maschwitz, el mismo día que los dos cumplían diez años.

jueves, 30 de agosto de 2007

Welcome

A veces tiene ganas de dejarse caer.
A veces quiere dejarse ir.
Conoce las consecuencias. Pero no se detiene.
Ahora, se despide de un grupo de gente con la que salió a tomar algo. Desconocidos. Sube a un taxi. Es de madrugada. Fuma. Toma cerveza del porrón que compró en un kiosco.
Once and again. Volver empezar. Ella siempre deja todo por la mitad. Su vida es un laberinto de Corlok.
El dispositivo perfecto de encastres que constituye su esqueleto empieza a erosionarse y se derrumba. A sus pies, una montaña de huesos apilados. Ella, un amasijo de piel laxa. Apenas un soplo de viento, una ráfaga, una idea equivocada, pueden dispararla hacia el abismo.
Calle corrientes. Una equis. Un cruce de caminos.
Se desvía.
Nadie hace este tipo de cosas en la vida real. Pero ella no quiere ser real. Quiere ser un personaje. Quiere poder mirarse desde afuera. Quiere ser otra. Quiere estar loca.
No está lo suficientemente borracha. Pero se marea, tiene nauseas.
El corazón palpita con fuerza, irrigando a toda velocidad la sangre que circula por sus venas y empuja las sienes, la piel transparente del reverso de sus muñecas.
En el kiosco de la esquina una bandita de pibes fuman porro y toman cerveza. Los mismos pibes de siempre, el mismo kiosco. La vereda, las baldosas, la puerta descascarada, el pasillo, el polvo de ladrillo desprendiéndose de a poco de la pared, las venecitas, el piso calcáreo. Todo sigue estando ahí. Igual.
Ella no duerme nunca. Toma wiskie todas las noches. No se pregunta por el futuro. No se compró ningún felpudo que diga “Welcome” sobre el cual depositar el barro sucio de los zapatos acumulado a lo largo de los últimos años. Pura deriva, y todas esas cosas.
Ahora, parada frente a la puerta de la cual todavía conserva la llave, proyecta la imagen de lo que – supone-sucederé en breves instantes. Va a girar la cerradura y va a abrir la puerta de calle. Va a caminar a tientas por la oscuridad del pasillo, acariciando la pared rugosa con la yema de los dedos hasta dar con la puerta del departamento. Va a introducir nuevamente la llave en la cerradura. Va a entrar, va a subir las escaleras sin que nadie la oiga, hasta llegar a la habitación. Los va a mirar mientras duermen desnudos. Va a estudiar el cuerpo de la otra contra el colchón que ella misma compró unos meses atrás. Las arrugas que se forman en la tela, debajo del peso que le imprimen a las sábanas (sus sábanas). El contorno de sus miembros aplastados por el sueño, horizontales, extendidos o doblados. Cuando se despierten, cuando abran los ojos advirtiendo su presencia y los embargue el pánico al ver una sombra erguida al pié de la cama, ella va a hacer de cuenta que se desmaya. Va a dejar caer todo su peso sobre el suelo. Va a romperse el cráneo si es necesario.

¿Para qué sirve un blog?

No. No me voy a poner sociológica. No tengo tiempo. Ni ganas.Y precisamente esto es lo que quiero decir. Si no es para jugar ¿para qué?
Estoy harta de la gente pretenciosa. De los jóvenes supuestamente geniales. Reproducciones gastadas como la fotocopia de una fotocopia de una fotocopia. De los made in Puán que se creen mil. De los que dan cátedra.
En cambio, festejo y me inclino ante la originalidad. O sea, ante esto. (Con los coments incluidos)

domingo, 26 de agosto de 2007

Balvanera

Ella y su hija se deslizan por la calle en slow motion , con elegante parsimonia, como en una película de Wong Kar-wai. De noche. Transitando las veredas rotas de Balvanera. Casi tan extranjeras, allí donde Buenos Aires empieza a convertirse en el país de las últimas cosas, como los dos chinos de Felices Juntos amándose en un barrio viejo y destartalado. Ellas, entonces, caminan de la mano. La palma suave y diminuta de la nenita sujeta por la mano de su madre. Escuchando el mix melódico que surge de los diferentes locales por los que pasan: la estridencia de una cumbia que brota de los parlantitos del estéreo apoyado en una silla en la vereda; el tango aletargado que proviene del fondo del kiosco; un rock-chabón sonando en el interior del Solo Empanadas; los cánticos alegres y pegadizos de los feligreses salvando sus almas, o hallando un sentido a sus vidas, o simplemente pasando el rato en una de las sucursales de la Iglesia de Dios. Montones de basura se apilan en las esquinas del barrio que ostenta, probablemente, la mayor cantidad de farmacias por metro cuadrado. Pasan frente a la vidriera de un local de pastas caseras en el que detrás de la vendedora vestida de blanco impecable, sobre una repisa alta y larga que se extiende de pared a pared, se dispone una pila simétrica y perfectamente ordenada de latas amarillas y rojas. Se detienen un instante ante esa imagen. Una foto, piensa ella. Qué hermosa foto. La peregrinación hacia el Blokbuster llega a su fin. Luz de tubos fluorescentes. Recorren el laberinto de bateas, se toman su tiempo, eligen dos películas para cada una. Compran una golosina y regresan; las mismas cuadras en sentido contrario, conversando acerca de la naturaleza de los poderes de Súperman.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Duele


..

A veces tiene ganas de dejarse caer. Como cuando está en un piso alto de un edificio de departamentos. Y se asoma al balcón. Y no puede evitar, ni una sola vez, verse a si misma. Saltando.
A veces, quiere dejarse ir.
Conoce el dolor. Sabe las consecuencias. Pero no se detiene.

martes, 21 de agosto de 2007

38 grados y medio

Quiero patinar sobre una superficie espejada, debajo del cielo. Erguida sobre las rueditas, continuando mi propia imagen invertida, como si atravesara el suelo. Quiero dar vueltas como un trompo y engañar las retinas, parecer un rulo, un tubo, un hueco. Desplazarme a tal velocidad que nada me alcance. Hacer Ole. (Oleeeeeeeeee!).
Idiotas: abstenerse.

lunes, 20 de agosto de 2007

.

Nunca voy a ser muy muy flaca si como tantos chocolates.
Hoy, dos.
Uno al medio día. En un cine viejo de Caballito. Viendo una película.
Otro, debajo de un rayo de sol, desacordonando la sombra larga pegada a mis pies.

jueves, 16 de agosto de 2007

lunes, 13 de agosto de 2007

Leí un cuento suyo y un poco me enamoré.

sábado, 11 de agosto de 2007

Work in progress II

¿Te estás aburriendo?
Nadia: No.
Cruz: Entonces la vi.
Nadia: ¿A quién?
Cruz: Al principio pensé que era el rostro de una mujer ahogada. Tan blanco. Casi transparente. Los ojos amarillos. Casi sin labios. Apenas una línea delgadísima, una ranura en lugar de boca. Estiré una mano para tocarla, pero se hundió en el agua. Me incliné para tratar de ver hacia dónde había ido. El bote se dio vuelta. Empecé a manotear y a dar patadas para mantenerme a flote. Estaba congelado y apenas podía moverme. Empecé a hundirme, enredándome entre las entrañas acuosas del mar. Me quedé sin aire. Intenté relajar el cuerpo para salir a flote, pero el pánico y el entusiasmo me lo impedían. ¿Tenías idea de que las sirenas existen?
Nadia: No te pedí que me contaras uno de tus cuentos.
Cruz: No es uno de mis cuentos, querida. Esto pasó de verdad. Las sirenas no suelen mezclarse con los humanos. De hecho, no permiten nunca que las vean. A lo sumo se dejan escuchar. Cantan melodías extrañísimas y un poco crispadas a los náufragos mientras se están ahogando. Todavía hoy no puedo dejar de preguntarme por qué me salvó. Qué extraña afinidad sintió conmigo. No es que pudiera sentir pena o compasión. Las sirenas son incapaces de experimentar esa clase de sensaciones. No son ni buenas ni malas. No forman parte ni de la naturaleza, ni de la cultura. Hacen lo que tienen que hacer. Dejar que te ahogues. Por ahí esta estaba medio vieja. Por ahí, ella también estaba a punto de morirse. Tal vez estaba tan triste que el corazón le pesaba dentro del pecho. La cuestión es que me subió a su lomo; no era una espalda de mujer exactamente, ni tampoco el lomo de un pez. Era resbalosa, estaba cubierta de musgo y los dedos de las manos estaban unidos por una membrana finísima.
Nadia: Ese es un lugar común. Pensé que eras más imaginativo.
Cruz: Lo soy. Si lo estuviera inventando podría describírtela de otra forma. Pero era exactamente así. Tené paciencia.
Nadia: Si.
Cruz: Cuando llegamos a la orilla estaba amaneciendo. Yo, casi desmayado. Ella me dejó sobre la arena mojada. Estaba agitada. Me di cuenta porque respiraba con dificultad y el pecho se hinchaba y se hundía con violencia. No sé por qué lo hice. Pero cuando estaba por volver a internarse en el mar, la agarré de un brazo. La agarré con tanta fuerza que le clavé las uñas en la carne. Pegó un chillido y empezó a sangrar. Me miró a los ojos y yo, por primera vez, reparé en la superficie de su cola, sobre la que rebotaron los primeros rayos del sol, que empezaban a asomar. La agitaba de un lado para el otro. Plateada, chata, cubierta de escamas, pesada como una barra de metal. Y filosa. Tuve unos deseos irrefrenables de matarla, de poseerla, de aplastarla con mi cuerpo y asfixiarla para llevarme su cadáver conmigo. Pero nunca me imaginé que algo tan delgado y en apariencia tan frágil pudiera tener una fuerza tan arrasadora. SE sacudió y me expulsó a varios metros de distancia. Después, se acercó de nuevo, me sujetó de los dos brazos presionando mi cuerpo contra la arena, levantó la cola en el aire, y la dejó caer con todo el ímpetu de su propio peso sobre mis piernas.

Nadia se estremece.

Cruz: Me desmayé. Al dspertar, estaba en la camilla de un hospital. Nunca encontraron mis piernas. Y, por supuesto, no le conté a nadie esta historia. Salvo a vos. Ahora.

jueves, 9 de agosto de 2007

Work in progress

Cruz:

Fue en el mar. Yo vivía en una casa, cerca de la playa. También, como ustedes, había decidido alejarme. La ciudad me resultaba tóxica. Mis libros ya eran bastante famosos. Se vendían. En lugar de hacerme feliz, cada vez tenía una sensación más profunda de fracaso. Quise dejar, dedicarme a otra cosa. Así que decidí irme. Lejos. A un lugar apartado. Como este. El mar siempre me produjo una fascinación extraña y al mismo tiempo, un miedo horroroso. Pero sabía que si quería encontrar nuevas motivaciones para escribir, tenía que estar lo más cerca posible del océano. Le alquilé una casita a un pescador. Me llevé pocas cosas. Como no había electricidad, tuve que acostumbrarme a la máquina de escribir. Al principio todo iba fantástico. Ya no me importaba por qué ni para quién lo hacía. Me levantaba a la mañana muy temprano, desayunaba y me sentaba a hilvanar mis historias. A la noche, salía a pasear por la orilla. La playa en esa zona estaba tan a oscuras, que el mar parecía, por momentos, un manto de alquitrán. Otras veces, parecía la lengua de un monstruo gigante que iba y venía, relamiendo las comisuras de la orilla, como si acabara de tragarse algo terriblemente empalagoso. Esa visión me hipnotizaba. A medida que la vista se fue acostumbrando a la oscuridad, y que el resplandor de las estrellas era suficiente para distinguir la línea del horizonte, lindando con el cielo, me concentré en las cosas que se agitaban mar adentro. Formas plateadas, remolinos. Figuras largas y sinuosas. Una noche, busqué el bote que el pescador guardaba en el galpón y me metí en el mar, sin tener la menor idea de cómo manejarme con los remos. Lo arrastré por la arena –ni me preguntes de dónde saqué la fuerza- y lo empujé sobre las olas. Ahí estaba yo, mecido como un embrión recién concebido en medio de ese útero bamboleante, mareado de placer, envuelto por la inmensidad del cielo, dejándome transportar hacia adentro, como arrastrado por una cuerda invisible... ¿Te estás aburriendo?

miércoles, 8 de agosto de 2007

Tiemblo cuando me tocas (a propósito del post anterior)

"...El potencial para la maldad, la depravación, la brutalidad y la desesperación más indecible que presentan los asuntos que tienen que ver con el sexo es casi infinito y por lo tanto, también lo es la vulnerabilidad que viene con ellos. La sensualidad produce energía pero también puede aniquilar, y algo tan inexplicable pero al mismo tiempo tan enraizado en la realidad de la carne como el deseo puede proveer sin duda una buena base para un tipo de ficción insidiosa y perturbadora, incluso peligrosa en algunos casos. (...) Sea que se tiemble por placer o por una anticipación del placer, o que se retroceda temblando de miedo, la piel de gallina que se forma en los brazos y el cuerpo es la misma."

Del prefacio a la antología "Caricias de horror", veintidós cuentos de horror y sexo, compilados por Michele Slung.

domingo, 5 de agosto de 2007

Efecto expectorante

El sábado como un plano secuencia. No anochece. Simplemente se produce un fade out. Sin saltos de continuidad. Sin cortes. No salgo. Deambulo como un zombi por la casa. Soñolienta, como si acabara de despertarme, recorro la escenografía del desamparo. Leo, escribo, escucho cinco veces el mismo disco.
No prendo la luz. Solo el débil resplandor de la pantalla ilumina la habitación. Una ráfaga de viento golpea el vidrio de la ventana. Acerco mi cara para mirar hacia fuera. Deslizo un dedo sobre la superficie empañada. ¿Qué veo a través de la claridad recortada? Pedazos de un remolino. Las ramas de un árbol desnudo, que empieza a moverse, como la mano de un muerto; reseca y áspera. Retrocedo, sin dejar de mirar hacia afuera. La extremidad fantasma perfora el vidrio. El frío de la calle ingresa con violencia, como un puñal dando vueltas en el aire. Corro. Pero la mano me alcanza. Me atrae hacia ella. Me arrastra hacia fuera, de modo que mi cuerpo entero cuelga hacia abajo mientras me sujeta de las piernas. Me sacude. Percibo cómo cierta sustancia pegajosa y densa, oscura , pesada, plomiza, empieza a gotear de la nariz, los oídos, la boca y cae y se estrella en el asfalto y estalla en pedazos, propagando un ruido sordo por el aire, salpicando a los transeúntes que se apartan horrorizados. Al tiempo vuelve a depositarme en medio del living. Aturdida, reparo en el vidrio, intacto. La irrupción alucinada se replegó hasta desaparecer en el agujero negro de la noche. Pero yo me siento mucho más liviana.

lunes, 30 de julio de 2007

Destejida

Como si una pequeña bestia se acurrucara a mis pies y empezara a mordisquearme con dientes chiquitos y filosos.Y yo fuera una prenda tejida. Un vestido, por ejemplo, artesanal y mórbido, de punto abierto.Y la ratita-perro, la mascota adorable de la familia que me acoge en su mesa, tirara de mi, descosiéndome, desparramando los jirones de lana en el piso de cemento, mientras conversamos amigablemente y tomamos vino.Ellos constituidos.Y nosotros, que de casualidad convergemos en un mismo tiempo y un mismo espacio, desmigajados.Hay mocos asomando de las narices de las niñas, juguetes desparramados por todos lados y olor a curry.La situación familiar, retrospectivamente cotidiana, se introduce como una cuña extraña y dolorosa en medio del intento de construir un presente mas o menos sólido.La despedida: veo a mi hija -que con obstinación se aferró a mi toda la tarde, como un liquen adherido al tronco húmedo de un árbol- subir al Volkswgen rojo con su padre.Empiezo a caminar la noche aplastando mi cara contra el frío. Entumecida, percibiendo cómo los retazos descosidos por el animalito ondean al viento, detrás de mí, prendidos del único hilito que quedó intacto.

sábado, 21 de julio de 2007

Maldita sea

Pasar una noche de largo. Recostada, ensayar todas las posiciones posibles, un especie de kamasutra del insomnio. Recorrer la superficie del colchón, como la aguja del reloj, hasta dar con los pies en la cabecera. Enredarme entre las sábanas, prender la luz, leer (un minuto y medio: los ojos ahí si se cierran frente a las letritas que bailan, traviesas, como termitas diabólicas, royendo –si: royendo- el papel, mis pestañas). Apagar la luz ( y ¡plic! Ojos como dos escarabajos again) respirar, omm, escribir mentalmente obras maestras, estrujar cada-uno-de-los-motivos-por-los-que. Sacarles el jugo: odiarme, sentir vergüenza ( ¿por qué hice aquello? ¿soy tonta? ¿cuánto más? ¿hasta cuándo? Si hubiera dicho, si no hubiera hecho...) Hacer cuentas, cálculos, listas de llamadas pendientes. Respirar. Omm. Contar ovejas (a quién demonios se le habrá ocurrido y luego difundió semejante sistema ridículo e inoperante como si fuera a dar algún maldito resultado). Por qué yo. Por qué no yo. Por qué a mi. Por qué no a mi. Contemplar la paleta cromática de las horas, y discernir cada tonalidad de un instante específico, a medida que la luz empieza a teñir el aire. Dormir cuando ya es pleno día. Media hora antes de que la niña aparezca con su oso colgado del brazo, el vaso de agua en una mano, la cabeza despeinada, los ojos chiquitos y diga: tengo hambre quiero tomar el desayuno. Ommm. Ommm. Ommm. Calentar leche, tostar pan, untar manteca. Un día nuevo comienza: collage, témperas, pinceles (y estamos, técnicamente, a dos días de las benditas vacaciones de invierno: diversión a granel).

Ahora la niña se fue. Leve desazón, desconcierto, incomodidad: difícil soportarme.
La
soledad
es
un
papel
de
calcar.
Ahora, un poco fuera de mi (¿no se trata de eso, acaso? ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera de mí! ¡A cucha!) escribo así, cualquier cosa, lo que sale, como si se tratara de esos trucos de magia en los que el mago saca de su boca un pañuelo multicolor, en apariencia infinito. Desprolijo. Poco esmerado (le robo la frase a ) No me importa. No quiero que me importe. Total, que ahora me voy a dormir la siesta.

miércoles, 18 de julio de 2007

Unheimlich

Estoy recostada en mi cama, de noche, a oscuras, forcejeando con los pensamientos que intentan retenerme clavada a la vigilia, espantando el rumor del ser que se empecina alrededor de mi cabeza como un enjambre de abejas frente a un panal. Navegando sobre el oleaje de cansancio, ingresando, por fin, en el mundo pantanoso de sueño. Llueve. La oscuridad es tan intensa que no distingo nada. Ni un solo objeto, ni mis propias manos cuando las acerco a medio centímetro de mis ojos. Las llevo a mi cara para tocarme. Sin embargo no me encuentro. No estoy ahí. Mis dedos buscan mi rostro, pero se topan con una superficie de piel lisa, sin relieves. Aterrada, tanteo la pared buscando el interruptor de la luz. Escucho el clic, pero no veo. No tengo ojos. Quiero llorar, gritar, pedir auxilio. Siento la tirantez de la piel, como si fuera a romperse; no tengo boca. Estoy inmersa en un silencio hondo, uniforme. Tampoco oídos. Me ahogo. Hago un esfuerzo por respirar, pero no tengo nariz. Ningún orificio. Estoy atrapada. Enterrada en vida, dentro de mi propio cuerpo. Me retuerzo, busco con las manos alguna costura en la piel que me permita escapar, atrapar una bocanada de aire. Pero es inútil.
Me despierto empapada de sudor, el pecho contraído, la garganta hecha un nudo.
Prendo la luz.

sábado, 14 de julio de 2007

martes, 10 de julio de 2007

puntadas sin hilo

Como un juego de péndulos que se empujan unos a otros, las palabras encuentran su propio ritmo, sosteniéndose entre sí, a salvo del abismo. Hasta que un mínimo desajuste se produce y la membrana invisible que recubre a las cosas -el nombre- como un envoltorio crujiente de celofán, delgado como el agua, se desprende. El sentido, entonces, cae en el tragaluz del tiempo. En la cuchilla danzante del fondo de la licuadora. Ahí sólo hay trozos. Trazos. Miembros rebanados. Extremidades viscosas.
El miedo se desliza por la boca como una serpiente. Anuda las cuerdas vocales. Suspende el grito. Se instala en el fondo húmedo y cavernoso de la garganta, ahogado, describiendo en su recorrido la anatomía del horror.

domingo, 8 de julio de 2007

composición tema

La palabra celosía es de lo más literaria
Se puede escribir un poema
O una composición escolar
De todas maneras
El daño
Ya ha sido hecho
No puedo escribir nada
De nada
De nada

jueves, 5 de julio de 2007

Empate

¿Qué se hace cuando se está enferma, enroscada como una serpiente, hecha un nudo, con dolor de estómago, mareada, con jaqueca, sola todo el día?
Se duerme hasta el mediodía.
Se preparan unos fideos con aceite y queso.
Se toma té y Gatorade.
Se llora hasta que la cara se agriete como un pedazo de barro seco.
Se intenta leer. Pero no se puede.
Se intenta escribir. Menos que menos.
Se mira tele. Mucha. Dos películas románticas (dobladas al castellano) que ya se vieron en otras ocasiones, también en cable o en video, en paralelo, sin soltar el control remoto. Una con Winona Ryder muriéndose en Nueva York. Otra con Nicolas Cage con moraleja navideña. Pelito, en volver. Intrusos: Rial y no sé qué asunto con Victoria Onetto. Se sigue mirando tele hasta que se hace de noche y los párpados se vuelven pegajosos. Resumen de los medios, un poco de GH, otro poco de Bailando por un sueño, un reportaje de Majul a Daniel Hendler.
Se ama a Daniel Hendler.
Se comienza a luchar, a medida que avanza la noche, contra cierto intruso, oscuro y evanescente como una nube de ceniza, que se instala en las inmediaciones del cuerpo. Ondulando. Emitiendo chillidos agudos.
Se auto infligen reproches por el día transcurrido: un bote quieto en medio de un charco, un bollo de papel arrugado en el cesto de la basura.
SE intenta dormir. Imposible.

domingo, 1 de julio de 2007

Híbrido

Domingo denso como una llovizna.
No un chaparrón.
Ni una tormenta.
Ni lluvia.
Llovizna.

Una manía:
dar vueltas sobre mi misma.
Como la mujer maravilla.
Pero solo en este sentido:
con la ilusión de finalizar el giro siendo otra.
Radiante, sonriente.
Cambiar de disfraz.

miércoles, 27 de junio de 2007

Nuevo boletín. Hoy: salud.

Las enfermedades y sus metáforas. De algo por el estilo conversábamos con M. el otro día, entre muchas otras cosas. De la pérdida que se revela con un grado absurdo de literalidad manifestándose a través de la sangre. De lo que resulta intolerable, intragable y deviene úlcera, gastritis u otras molestias digestivas. Ahora, por caso, tengo problemas de cicatrización.

martes, 26 de junio de 2007

Zambra

Como uno de esos bombones que una se compra para darse el gusto (en Tikal, o en Volta, por ejemplo), muy de vez en cuando, aunque la desproporción entre el tamaño de la golosina –diminuta- y su abultado precio pareciera ser, en apariencia, inmensa. Así es Bonsái, de Alejandro Zambra. Deliciosa y perfecta.

domingo, 24 de junio de 2007

Quebré

Ah. ¿Qué? ¿Tenía que hablar de Macri? ¿De Filmus? Si, si. Me cago en la concha de la lora. No soy una aguda analista social. O.K. Ahora al punto: No quiero seguir pero sigo. No quiero seguir porque de ser así debería desnudar acontecimientos como los del viernes. Pero entonces ¿Qué quiero? ¿Llegar al límite? ¿Meterme como un tomate en agua hirviendo, despellejarme y ofrecerles toda la pulpa, rosada y caliente para que se la mastiquen? Ahí tienen. Me volví loca.

viernes, 22 de junio de 2007

Así comienza

La primera vez que estuve internada en una clínica fue cuando, a los once años, inventé un fuertísimo dolor de estómago porque no tenía ganas de ir al colegio. Mi actuación resultó ser tan verosímil que Madre llamó al médico de urgencia. Durante la media hora en que transcurrió la espera, el temor a ser descubierta me obligó a perfeccionar la técnica del embuste. Me retorcía, aullaba, derramaba hectolitros de lágrimas abundantes y saladas. Cuando el médico por fin llegó, lo hicieron pasar a mi habitación en donde yacía, sobre la cama, mi cuerpo doblado. No llevaba bata, ni uniforme, ni atuendo alguno que denotara su condición de galeno, salvo por el maletín de cuero dentro del cual, después de palparme la zona baja del vientre, sacó un estetoscopio para auscultarme. A esa altura del partido, mi performance había resultado tan exitosa que cuando volvió a hundirme los dedos de modo que casi pudo tocarme los órganos internos, como si mi piel fuera un guante en su mano, pegué un grito de efectivo y real dolor y las lágrimas volvieron a saltarme de los ojos.
Una hora más tarde, la ambulancia estacionaba en la puerta de mi casa. El diagnóstico: una peritonitis que, de no ser operada de inmediato, podía resultar fatal.
Del traslado a la clínica recuerdo poco. Supongo que Madre debió hacer acopio de sus propios artilugios actorales para ocultar frente a mí su preocupación y su miedo. Personalmente, el objetivo principal había sido alcanzado: no sólo estaría evadiendo un día entero de clases sino varios más. Como bonus track, me había convertido en el centro absoluto de atención y en los días sucesivos, era de esperar que se me prodigaran caricias, cuidados y atenciones en grado sumo. Hoy, claro, a la distancia, me pregunto si la mentira adquirió entidad propia o, por el contrario, el dolor era absolutamente real y yo creí que tenía el poder de fraguarlo por propia voluntad.
Me acuerdo de estar recostada en la camilla, temblando un poco, y de la enfermera que me aplicó la anestesia. Me dijo que contara hasta cincuenta. Dejé de contar después del seis, unos segundos antes de dormirme. Quería sentir cómo se disolvía la conciencia en el fondo de ese cansancio inducido, espeso y oscuro. Después, me contaron, salí del quirófano chupándome el dedo. El de la mano izquierda.
La vez siguiente que viajé en ambulancia fue a los veintipico De aquél traslado mi conciencia llegó a apresar sólo algún recuerdo fracturado. Parpadeos apenas. Algunas voces invocando que abriera los ojos, dolor de estómago, náuseas, la palma de una mano golpeándome la cara, un foco de luz penetrando con violencia en la retina. Después del lavaje de estómago, despertar de madrugada en la cama de la clínica, firmarle un papel al oficial que esperaba a mi lado, enfrentar la cara de fracaso y desolación de Madre y los ojos culpables de Padre -por qué-por qué- por qué.
La tercera y última vez que me internaron fue para parir a mi hija. Circunstancia memorable cuya trama, susceptible de ser evocada una y otra vez con puntillosa meticulosidad, constituye la síntesis de mi felicidad.
(Continuará)

miércoles, 20 de junio de 2007

Cerrada al vacío

Intentar hundir el cincel entre los mosaicos. Separar, en lo posible, una cosa de la otra. Evitar esta sensación que acecha. De estar cayendo incesantemente, rasgando el aire, asiendo la oscuridad, tanteando el vacío, palpando la membrana de aire que me rodea. Agitando brazos, piernas. Barriendo con el cuerpo el tiempo. Parpadeando. Temblando. Sucumbiendo. Trenzando las cuerdas vocales, empuñando un cuchillo contra el propio corazón. Girando sobre mi misma como un torbellino, un huracán, un remolino, un trompo, un taladro desafilado. Zigzagueando. Intentar, claro, tomar distancia.

miércoles, 13 de junio de 2007

Crónicas urbanas

Tramo Carranza-Callao bajo tierra. Luego de recorrer un trecho de, masomenos, dos o tres estaciones, sube un vendedor que empieza con el clásico speach ambulante: “tengan a bien disculparme, voy a robarle apenas unos minutos de su amable atención”, tonada jujeña algo forzada (¿Jujeña? ¿Soy acaso capaz de distinguir una tonada jujeña de una salteña? Bueno, pongamos.) Nada que nos obligue, a los hacinados viajantes, a ceder nuestros ronroneos y divagaciones íntimas. La mirada se pierde en el suelo de goma, en el cartel que promociona un instituto de aprendizaje del idioma inglés, en la puerta, en la estación Bulnes que se desliza hacia la derecha (¿O somos nosotros los que nos deslizamos? Ah! siempre me fascinó ese efecto sinestésico.) Pronto, sin embargo, un par de palabrejas vertidas por el orador ocasional empiezan a atraer la atención de algunos. ¿Dijo coito? El hombre, al parecer, promociona cierto producto autóctono que da en llamar “chipacito” y certifica su eficacia en casos de impotencia y eyaculación precoz. Durante unos breves segundos festejo el hallazgo. Creo estar en presencia de un episodio real investido de un poder teatral enorme. La gente aún no reacciona. Un hombre, exactamente a mi lado, pega un grito: que no sea maleducado, le grita. Que hay mujeres y criaturas a bordo, que no sea insolente, procaz. Lo insta a bajarse, o, al menos, a callarse. El Jujeño (¿Salteño?) arremete, dilapida guarangadas. El otro, (pelirrojo, medio pelado. No puedo dejar de notar dos dijes que penden de su cadenita: una estrella de David y un candelabro) cual adalid de las buenas costumbres, le recrimina que el tal chipacito no está aprobado por bromatología. Gran desilusión. Es fácil darse cuenta de que se trata de una representación impostada, flagrantemente ensayada. La cadencia del diálogo en seguida los delata. El pelirrojo proyecta la voz de un modo estudiado (¿Serrano? Lito Cruz? ¿Fernández?) De alguna manera, algo falla. Se abre un abismo entre la ficción y la mentira. Son actores intentando reproducir la realidad de la mentira de la realidad. Incapaces de despojarse del barniz de la Elocuencia (así, con mayúsculas). El vagón hierve de desconcierto. La gente se busca con la mirada, algunos sonríen. Por mi parte, también escudriño a los pasajeros intentando encontrar algún cómplice que, como yo, haya comprendido que se trata de una farsa (nunca mejor utilizado el término). Me topo con los ojos de un rostro vagamente conocido. Sonríe. Me sonríe. Le devuelvo la sonrisa. Pronto, la vaguedad se disipa. Es una certeza: el hombre es Marcelo Cohen. (Es muy curioso esto de conocer la apariencia de los escritores. Una –yo- sabe sus nombres y algo de sus biografías, mientras que ellos, que no son ni mucho menos celebridades, ni se imaginan que se los está reconociendo). Al cabo de dos minutos finaliza el acto. Y, con un estilo “era una jodita para Tinelli”, nos “revelan” que son actores de nosequé compañía de teatro callejero y que van a pasar la gorra...” Yo los aplaudo fuerte. (Soy de esas que aplauden siempre al final de un número artístico a bordo de algún medio de locomoción público). Pero no les doy ni puta moneda. Durante el breve trayecto que resta, cada uno vuelve a lo suyo. Algunos depositan algún morlaco dentro de la gorra . Marcelo lo hace - por ejemplo- y después se dedica a continuar subrayando concienzudamente un articulito recortado de un diario cuyo título alcanzo a leer: “El arte conceptual”. O algo así.

lunes, 11 de junio de 2007

La otra mirada

Son las once. Nunca me dejan estar levantada a esta hora. Pero hoy es sábado. Me pusieron un vestido, medias largas, zapatos de cuero blanco y me trajeron la reunión.
Ceno junto con los hijos de otros invitados, en la mesa de los chicos. Apenas pruebo la comida. Después me invitan a jugar a las escondidas, pero digo que no. Prefiero infiltrarme entre los adultos. Mientras toman café me acomodo entre dos señoras, debajo de alguna axila. No entiendo de qué hablan, de qué se ríen. Pero me gusta estar ahí. Me sirvo un vaso de Coca, hago de cuenta que es vino, coloco un grisín entre los dedos mayor e índice y lo voy royendo de a poco. Exhalo volutas imaginarias de humo y le pego suaves golpes al palito en la superficie, para que caigan las cenizas. Mi mirada se pierde entre los arabescos estampados de algún vestido. Tengo sueño. Hago un esfuerzo enorme por mantenerme erguida y con los ojos abiertos. Al tiempo, caigo. Escucho algunas voces, como con sordina: “Uy, mirá. La nena se durmió. ¿Querés llevarla a la pieza? Va a estar más tranquilita”.
Los brazos de papá me rodean la cintura y la nuca y me levantan en el aire. Mi nariz contra su cuello. Olor a colonia de afeitar. La palma de mi mano sobre la camisa adhiriéndose a su espalda. Respiración pesada. Aliento a alcohol. Detrás, los pasos de la anfitriona que llega presurosa a hacer lugar entre carteras y abrigos en la cama grande. Papá me deposita sobre el colchón, me tapa con una frazada peluda que me produce escozor en la cara y me da un beso en la frente. En lugar de reaccionar, me hago la
dormida. Antes de salir deja la puerta entreabierta y se va, dándome la espalda. Durante unos minutos intento diferenciar en la oscuridad los objetos que forman la montaña a mis pies; tapados, abrigos de piel, camperas, bolsos, carteras. Una franja gruesa de luz entra por el filo de la puerta entornada. Ilumina, incidentalmente, el espejo que cuelga de la pared. Creo distinguir en el reflejo una porción del torso de la dueña de casa y las manos de papá, levantando con torpe agitación el ruedo del vestido. Sus dedos gruesos se deslizan debajo de la tela. Forcejean un poco, jugueteando con el elástico de las medias, hasta que desaparecen de mi vista. Cierro los ojos, quizás para apartar esas imágenes, sin saber que retornarán modeladas por el recuerdo, una y otra vez. Después me pierdo en ensoñaciones de las que despierto sobresaltada cuando alguno de los invitados entra en la habitación para buscar sus cosas.
Ahora la nena está recostada en la parte trasera del auto. Su nariz y su boca, aplastadas contra el ángulo que forma el asiento con el respaldo. Duerme debajo de mi abrigo. Se despierta, abre los ojos, dice mamá. Me habla a mí. Tengo que contorsionarme un poco para girar sobre mi hombro y mirarla por encima de la butaca de adelante. Esa melena rubia que se derrama sobre el tapado no es la mía. Es la de mi hija. Soy adulta. El tiempo nos arrastró como una ola gigante hasta la orilla del presente. Soy madre.
La calle está desierta, salvo por el camión de basura que hace su recorrido lento a unos metros de distancia. A través de la ventana empañada por el rocío de la madrugada veo el reflejo difuso de los postes de luz. Me pregunta cuándo llegamos a casa. Yo le contesto: enseguida.

viernes, 8 de junio de 2007

Borbotones

Nos juntamos con las pibas (incluida H. C.) a festejar menciones varias. Ausentes con aviso: algunos de viaje, otros rallados. Nos ponemos al día. Y vos en qué andás. Hablamos de teatro y de publicaciones. Luego, todo vira hacia la política. Está claro que ahí somos bastante ignorantes al respecto. La Turkit no tanto. Y la señora C.P. tampoco, aunque mientras algunos evaluamos la posibilidad del harakiri ante la inminencia de la victoria del bienudo presi de Boca, ella o silencia o argumenta solapadamente a favor. No es la única. La H. C. Nos regala el momento exquisito de la noche: descripción pormenorizada del encuentro con Macri en el ascensor del San Martín: Yo veo unos ojos azules... dos luceros, que, ah.... se me aflojaron las piernas. Después salimos y me quedo todo turbado, lo busco con la mirada... salgo a la calle y me lo encuentro.... apuro el paso hasta alcanzarlo y le digo: ojalá que te vaya muy bien... Gracias, querido, me responde. ¿Y lo votaste? (Pregunta obligada) Para que no nos quede duda alguna, H se arrodilla en el suelo y se persigna. Si. Y nos lo jura en serio. Así está el país. (Señores encuestadores y analistas sociales, tengan en cuenta en sus próximos análisis esta variable: el voto hot.) Mientras tanto voy aumentando el consumo etílico. Estoy contenta. Contenta de “entonada” y contenta de contenta. La sex symbol del abasto brinda con Mirta Busnelli y Luis Machín. Les cuenta el motivo del festejo. Mirta nos besa, nos felicita. Si, si. Eso es codearse. Alegría, algarabía y más. Nos traen una torta con tres velitas y champagne. Pedimos tres deseos. Las tres los mismos tres deseos. Soplamos. Qué lindo es festejar, brindar, brindarse, reencontrarse con gente querida. A veces se desborda. No se puede medir.

miércoles, 6 de junio de 2007

Lo que se viene

La princesa Pirueta no puede quedarse quieta. Su papá -el rey- la reta. Que es una princesa, le dice. Que basta de piruetas.








Dibujo: Fatito Ruiz.

martes, 22 de mayo de 2007

Santificado sea tu nombre

Si me arrodillo
Postrándome en el piso
Juntando las dos manos
Sobre la frente
Alzando la mirada al techo
Implorando
Un ruego estéril
Al panteón de los monstruos sagrados
Es porque me olvido de mi origen

Los únicos dos dispositivos
Con los que cuenta el hombre
Para retroceder y adelantar el tiempo
Son el perdón y la promesa

Una máquina
Construida apenas
Con palabras apropiadas
Pero difíciles de pronunciar

Vos, que erigís catedrales
De arquitectura barroca
Y belleza obstinada
Deberías saber
Que cuando se desmorona el templo
Del lenguaje
En tu cabeza
De nada sirve
Saber
Tanto
De todo

martes, 15 de mayo de 2007

Finlandia

Podrías ser la protagonista de una película finlandesa. O sueca. Algo así. Sos lo más parecido que hay a una mujercita gris, cuya vida insignificante no sirve para nada, salvo que se trate de una ficción pergeñada por la mente europea de un director de cine independiente. En Cannes te aplaudirían. No a vos, claro. A tu personaje. Usarías polleras de tweed, camisas con lazo y mocasines marrones. Olerías a jabón de lavanda. El pelo desgreñado, siempre. La luz tenue y mortecina, compuesta por el director de fotografía, dotaría a tu rostro de una complexión áurea. Caminarías en silencio largos travellings por cuadras humeantes y oirías el repiqueteo de tus zapatos sobre baldosas amarillentas. La gente a tu lado, caminaría hundida en sus abrigos, te rozaría casi empujándote, y no repararía en vos nunca. Serían siempre las siete de la tarde, el horario en el que los comerciantes del barrio bajan las persianas de sus negocios, y haría frío. Volviendo a tu casa te encontrarías repitiendo, para vos misma, en un susurro, como si rezaras: quiero mi vida de vuelta, quiero mi vida de vuelta. Una vida hecha de retazos, de saldos, de ofertas desaprovechadas. Harías malabares, por el desfiladero de tu memoria, con todas las oportunidades que perdiste. Y las verías estrellarse, contra el suelo, como naranjas podridas. Sufrirías por causa de un hombre que no te ama. Pasarías largo rato sentada en tu departamento casi vacío, a oscuras, mirando los movimientos recortados por el marco de las ventanas de los okupas del edificio de enfrente . Comerías directamente de la olla alguna comida recalentada, escuchando la voz áspera y dulce como la piel de un damasco de una cantante francesa que te haga llorar. Pasarías mucho tiempo frente al espejo, demorando el ritual higiénico, estudiando tu cara, intentando rastrear la genealogía del deterioro. Te acostarías tarde, sabiendo que desperdiciaste el tiempo y, mientras programaras el horario en que el despertador debería sonar al día siguiente, contarías las horas que te quedan de sueño. No podrías dormirte. Y escucharías el sonido de los pájaros al alba.

(En el mejor de los casos, algún director hollywoodense adaptaría el guión, le pondría puntos de giro, nudo y desenlace y serías Michelle Pfeifer.)

lunes, 14 de mayo de 2007

Restos de noche

Soñó imágenes
abstrusas
cuyas recónditas simbologías
remitían al desamparo.
Menudos de pollo para los hambrientos
y ropa de algodón, sin mangas,
en medio de un frío polar.

Despertó rastrillada por la luz
que entraba fileteada
a través
de las ranuras de las celosías.

Los dientes
soldados
por la fuerza con la que presionó
uno contra otro
los maxilares.

La nuca tirante,
los nudillos trabados,
los omóplatos salientes
como muñones de alas.
El cráneo astillado.

Rearmarse.
Desmalezar el dolor.
Encastrar las piezas del esqueleto,
una por una.
Ajustar las clavijas
que articulan el sentido
de un cuerpo a la intemperie.
Salir a la calle
a dejarse perforar
la piel quebradiza.

viernes, 11 de mayo de 2007

***

Mi pequeño monstruo combate en el cuadrilátero imperativo del sueño a fuerza lloriqueos y sentencias devastadoras: vivo triste. El mapa de respuestas adecuadas se extravía en la oscuridad del propio desconcierto. Ella efectúa una crónica exacta de los acontecimientos recientes. Vos estabas furiosa, dice. Y pide: charlemos más de esto.

jueves, 10 de mayo de 2007

No encuentro palabras

O las palabras no se encuentran entre sí.
O no dicen nada
O no pasa nada
de nada
de nada.

martes, 1 de mayo de 2007

Y se hizo la abeja

Ya atravesé el hall de entrada. Aquel que recomiendan determinar como punto de encuentro en caso de extravíos. Ahora cruzo la extensa carpa blanca empapelada por los afiches de Dunken. La amplitud del espacio me supera. Todo me supera. Qué hago acá. En general, digo. Qué hago. Afortunadamente es un día de semana al mediodía. Eso quiere decir que no hay aglomeraciones de gente ni nada parecido. De todas maneras, estoy aturdida. Me desplazo como un astronauta, un poco flotando, haciendo el esfuerzo de conferir a mi cuerpo cierto peso, algo que contrarreste la falta de gravedad de esta biósfera húmeda, esponjosa. Juego con el hálito de vapor que se adhiere al vidrio de la escafandra y la empaña. Enclaustrada en mi misma.
Piso un stand. Revistas españolas. Compro dos. La voz de la vendedora es un eco lejano y confuso. Veo algún conocido. Giro en falso. No es sencillo moverse dentro de este traje gris plata, matelasé, y mucho menos pasar desapercibida. Me falta el aire. No tengo fuerzas. Hojeo las páginas de un libro. Compro a pesar de que soy plenamente consciente de que no tiene sentido, de que aquí es tan caro como en cualquier librería, alguna de las cuales, para colmo, me harían descuento por ser “amiga de la casa”. Compro, digo. Y no “robo”. Actividad que solía frecuentar en mis buenas épocas. Ahora, imposible. Todo pesa. Se entorpece. Ni lo pienso. Podría. Parece fácil. Pero no. Ya estoy grande para estos trotes. Pago, entonces. Y sigo el recorrido, balanceando la bolsita de nylon transparente con mis Beatrices Viterbos dejándose traslucir. Y ya está. Y me voy. Nada de todo esto tiene sentido. Pero antes. Antes. Pasar por el stand del Fondo de Cultura Económica. Ahí si. Ahí tienen esos maravillosos títulos infantiles y, para mejor, rebajados –estos si-. Me atiborro de varios de ellos como una niña golosa a la que le ofrecen una bolsa llena de caramelos. Entre otros, elijo uno que considero un gran hallazgo “Y se hizo la abeja”, de Ted Huges. Ahora puedo partir. Ya en el colectivo, camino a mi casa, abro el libro. Está anocheciendo y la ciudad empieza a cobrar un tono ceniciento. Leo y me dejo subyugar por la prosa encantadora y emotiva del poeta. Al llegar, le insisto a mi hija que me permita leerle el cuento. Ella asiente, pero al rato se distrae. Aparta el libro de mi vista con una mano y se pone a charlar con su oso.

jueves, 26 de abril de 2007

Jana

Nació sin cuerpo
La voz un hilo
Enroscada
En el carrete de su ombligo

sábado, 21 de abril de 2007

Lost

El sol enhebra hilos de luz a través de los orificios del techo, producidos por las balas de metralla del último tiroteo.
Detrás de los barrotes de pelusa que flota en el aire luminoso, ella, única sobreviviente de la contienda íntima, sentada a la mesa, clava los codos sobre la madera.
Los ojos fijos en el plato vacío.
Esferas ensangrentadas flotando en un caldo de miedo.
Las dos manos sostienen su cabeza, refugio de pensamientos helados, cavernosos.
Presiona el hueso frontal contra el occipital. La mandíbula baila.
Los dientes, pulverizados de masticar terrones de noche anquilosada, lloviznan.
Pequeños montículos de polvo sedimentan, se depositan sobre la superficie lisa de su asombro.

jueves, 19 de abril de 2007

Inconsciente Colectivo

Nueve de la noche. Hace una hora más o menos que estoy arriba del bondi. De La Horqueta hasta Balvanera. Llueve torrencialmente. Belgrano inundado. A través del vidrio empañado se ve que la gente, en la calle, camina con el agua hasta las pantorrillas. El mundo se desploma pero yo por suerte voy sentada. Palermo. Rayos y centellas y el agua cayendo como una cortina pesada sobre el techo. El colectivo se detiene durante unos minutos. Inquietud creciente. Retrocede, cambia el recorrido. Vuelve a retroceder. Por un momento el vehículo se comporta como un animal que ha perdido el olfato. Los pasajeros salen de su letargo y murmuran. El desastre climático quiebra el ritmo parsimonioso del engranaje social. El cuerpo del otro habitualmente borrado, invisible, meticulosamente evadido, de pronto se hace presente. SE conversa con el que está al lado, minutos antes indiferente. El de campera de cuero y remera blanca con el Guernica estampado en el pecho le explica a la rubia platinada que Juan B. Justo está inundada. La vieja sentada atrás mío, a los gritos, insulta al chofer. El resto de los pasajeros inicia una arenga desafinada para que tome valor y apriete a fondo el acelerador. Un par se acerca y en plan “haceme caso que yo sé lo que te digo” le aconseja una ruta alternativa. Por suerte está Muñoz, en la fila de asientos individuales, que va relatando, para si misma, los acontecimientos en tiempo real. Otro, un poco más allá, editorializa. El pibe que está sentado al lado mío se tienta. Nos miramos con cierto aire de confidencia. Yo también me tiento. Decimos algo así como “Qué gracioso” y yo no sé si pienso o digo en voz alta: “Parece una película de ciencia ficción.

miércoles, 18 de abril de 2007

Cómo me reí.

domingo, 15 de abril de 2007

Recoger de a uno
Los pedacitos filosos
Que se desparramaron
Por el piso
Cuando algo
Frágil
E innombrable
Cayó
Haciéndose añicos

sábado, 7 de abril de 2007

SE FI NÍ

domingo, 1 de abril de 2007

Otros, ellos, antes, podían.

Primero, armar las cajas. Convertir las planchas apiladas contra la pared en objetos tridimensionales, en soporte, en receptáculo. Franny me ayuda. Durante un rato la tarea la entusiasma. Después empieza a deslizarlas, las hace rodar, las da vuelta, las apila. Arma figuras. Mirá, dice. Un barco. Mi hija nombra y yo le adjudico al juego el valor de una metáfora. Un barco. Si, pienso. Una nave de cartón corrugado.

Empiezo por los libros. Recorrer los lomos de a uno. Con la meticulosidad de un cirujano que debe extirpar un órgano vital. Las manos se me llenan de tierra. Encuentro, entre tomos gruesos, títulos que daba por perdidos, que busqué como loca en algún momento, que habían desaparecido. La mayor, de Saer. Me detengo a leer algunas páginas. La primera oración constituye –a mi entender- uno de los mejores comienzos de la literatura argentina. Cuentos, de Dinesen. Escritos de Artaud. (En la solapa, una lista de tareas hogareñas: llamar al herrero, comprar plantas, arreglar la canilla del baño.) Los apilo. Los guardo. Algunos dan lugar a suspicacias. ¿Cómo saber si este o aquél es mío? ¿ Tengo derecho? ¿Lo compré yo? ¿Me pertenece? ¿Es un bien común? Y, en ese caso ¿Cómo decidir? Ya casi embalé la mitad. Doy unos pasos hacia atrás. La biblioteca parece una boca abierta y desdentada. ¿Se ríe? ¿Se burla de mí?

Escucho a Franny subir y bajar las escaleras a un ritmo frenético. No le presto atención. Un tiempo después reparo en que ha estado trayendo cosas de su cuarto. La veo tirar una montículo en una caja. Me asomo al interior y veo el torso desnudo de una Barbie debajo de la carrocería de un convertible rosa, sobre una montaña de zapatos, sandalias y zapatillas. Levanta un brazo, como si hubiera sido embestida por el automóvil y suplicara entre escombros.

Por la noche, cuando me acuesto, no puedo dormir. Escucho la melodía de una partitura ajada. Sonidos discontinuos que provienen de vaya uno a saber donde. Pedazos de memoria resquebrajados, desprendiéndose como pintura seca de una pared, cayendo con estruendo, convirtiéndose en polvo. Fantasmas gimiendo. Tal vez, el pequeño roedor planeando su reentré.

domingo, 25 de marzo de 2007

Partida (en) dos

Primero tuvo que abrir los párpados y luchar contra el candado de sopor, herrumbrado por tantas horas de insomnio. Se levantó y preparó el desayuno. La hija lloró porque primero la leche y después los cereales, y no al revés, y se mordió el brazo, imprimiendo la huella de sus propios dientes incrustados sobre la piel blanca. La madre entre abrazos uterinos y caricias intentó diluir el grumo de miedo sedimentado entre los engranajes de la mañana. Respiraron al unísono durante un momento protozoario. Se independizaron. Escucharon música. Pintaron con acrílicos sobre paspartout. Llenaron la bañadera y desprendieron con jabón y esponja vegetal las costras de pintura que habían quedado depositadas en manos, brazos, piernas. Después llegó el padre que se llevó a la niña. La madre salió a la calle. Esperó el colectivo. Se trasladó hasta la clínica en donde su amiga había parido a su belleza hija. Su hija milagro. Su hija ruego. Permaneció unos instantes frente a las dos criaturas, todavía casi una, y se despidió. Volvió caminando. Mientras el sol se ponía, su cuerpo cruzó la ciudad como si fuera un contorno filoso que rebanaba el mundo, abriendo un hiato entre las cosas y ella, entre la gente y ella, entre el mundo y ella, entre ella y ella.

sábado, 24 de marzo de 2007

Shabat Shalom

Hubo un tiempo en el que mi familia podía encuadrarse dentro de la definición clásica de “judíos de clase media, intelectuales y militantes de izquierda”. Los amigos que frecuentaban la casa eran escritores, filósofos, psicoanalistas. Comíamos asados en la quinta de Maschwitz, comprábamos la carne y los chorizos en lo del negro, el jamón crudo en lo de Miky y el helado en lo de Conty. Nos explicaban, en términos claros y sencillos, (éramos niños) por qué estaban en desacuerdo con pagar la deuda externa y nos llevaban a cococho a las marchas en Plaza de Mayo, encolumnados detrás de la bandera del PI y cantando a voz en cuello “el que no salta es un militar”. Leíamos todos juntos el Nunca Más, hablábamos de justicia social y de la revolución cubana.
Ahora, todo se pide por teléfono a “Open Kosher”. Sobre la mesa larga del comedor, se despliega el mantel fino y se acomodan el juego de mesa inglés, los cubiertos de plata, las copas de cristal, el salerito labrado, la jarra de agua (no la botella de plástico Villavicencio: horror) Se invita a los “amigos” de la “comunidad” a la cena de shabat. Con ellos, después de bendecir el vino, el pan y las velas (con las palmas vueltas contra la llama violácea), se hace camarilla, se transan acuerdos, se elaboran zancadillas, se reparten migajas de poder (migajas rancias de tupperweare). Se defiende la política de Israel, se denosta a los intelectuales de izquierda –todos antisemitas-, se bromea acerca de si la comida turca es más rica que la rusa, se comenta mucho sobre lo último que vieron en el cine. Hoy, por caso, una rubia tonalidad 04 de Loreal comenta que “hace un año y medio que no voy, pero me veo todo en DVD, me los compro truchos, porque, viste, una dice, a mi me importa la ética y todo eso pero después vas a alquilarlo al videoclub, ¿viste? que queda en Las Heras y Pueyrredón, y te dan uno que me parece que es trucha y al final, para eso vas y te lo comprás vos. Qué linda miss sunshine, me encantó ¿a vos no?” (Paralelamente se está desarrollando otra discusión de alto contenido cinéfilo. La escucho a Madre, no sé a raíz de qué, decir –con esa voz prístina e inconfundible de diva de prime time- “El Padrino es la biblia del cine”). Mientras tanto, desde el otro rincón, Loreal continúa con el listado de últimas adquisiciones –tres por diez pesos, una ganga- entre las que se cuenta “una que es una porquería atómica, no sé si la vieron Cara de queso.” “Ahhhhhh!!!!!” Salta Madre, que atina a escuchar las últimas palabras y no puede perder la oportunidad de resaltar algo que –ella cree- es encomiable y digno de alabanza sobre alguno de sus hijos: “la película de Wino!!!! Es INTIMO amigo de mi hijo!!!!!” (Nunca hay que dejar de mencionar a algún famoso que conozcamos; Madre también apunta, en otro momento, que fui compañera de cursos varios de Claudia Piñeiro). Loreal (Olvido mencionar su atuendo: camisa de algodón gris en cuyo pecho se incrusta un conjunto de tachuelas que forman una especie de pechera plateada y mangas de las que sobresale un retazo de tela cual si fueran las alas de un murciélago), expone su opinión sobre el film: “Nos deja mal parados. Es antisemita. No somos todos así. La escena esa, por ejemplo, en la que la shikse duerme en un lavadero de dos por dos... yo fui toda mi vida a Venado y no era así” ¿La qué? –éste es mi hermano que pregunta, indignado- “La shikse. Si vieras cómo vive en mi casa. Está mejor que yo”.
Basta para mí, basta para todos. Salgo con mi copa de vino al jardín y los miro desde lejos, a través del arbusto del cantero, recortados por los cuadrados de la ventana de vidrio repartido que da al comedor. Gracias a Dios, al Dios que respeto y por el cual brindo y bebo el vino dulce de kidush, no los escucho más.

martes, 20 de marzo de 2007

Para qué.

No quiero estar sola. No quiero estar con gente. No quiero estar despierta. No quiero estar dormida. No quiero estar. En fin. Así. Paradita sobre una trampa de ramitas secas y crujientes, debajo de las que se abre un hueco, un pozo, un agujero profundo. No quiero moverme. No me quiero caer. No quiero mirar para atrás y ver, como desde la superficie, un cadáver en el fondo de una pileta. Ni el rictus de su cara, ni la piel cada vez más pálida, ni las uñas violetas que siguen, como el pelo que baila con la oscilación del agua, creciendo. No quiero pensar. No quiero escribir. No quiero llorar. No quiero aterrarme, clavarme, hundirme, volcarme. No quiero pedir. No quiero querer. No quiero estar suspendida en el aire, en pausa, emitiendo pequeñas descargas, estertores, temblores, desatinos. No quiero masticar arena, ni tragar más humo ni agujerearme la garganta. No quiero desplegar mi lengua por el piso como a una alfombra para que otros se limpien los pies. No quiero callarme. No quiero escuchar. No quiero entender. No quiero seguir. Pero sigo, eh.

jueves, 15 de marzo de 2007

Ahora sí.

Ahora apagué la luz y la volví a prender y la apagué y la prendí y prendí la tele e hice zapping y apagué la tele y la luz otra vez y escuché un quejidito en la habitación de al lado, la de mi hija. Me levanté, entonces, (esta vez no prendí la luz) y caminé a tientas, aunque había suficiente claridad –la habitación está llena de claraboyas por las que se filtran rayos de luna y luces ciudadanas- y entré. Ella dormía abrazada a su oso de peluche. Una pesadilla habrá sido, nomás. Volví. Me acosté. Escuché un ruido. Otro. No. Otra vez la rata no. Por favor, no. No. Prendí la luz. Me bajé de la cama (es un decir; la cama es tan baja que uno apenas resbala hasta el piso). Me quedé unos instantes parada sin saber que hacer. Fui al baño. Hice pis. Unos minutos mirándome en el espejo. Estudiando los glóbulos oculares, los orificios nasales, las inminentes arrugas alrededor de la boca (en las comisuras, para ser más precisa) las clavículas –cada vez más sobresalientes, como trapecios de circo- las costillas, el esternón levemente hundido, el pliegue de piel que amenaza al ombligo, el bello crecido, todo. Todo. ¿Soy fea? ¿Soy linda? ¿Nada, ni fu ni fa? ¿Importa, acaso? Otra vez a la cama. Boca arriba. El tic tac del reloj de la cocina, como una línea punteada, esconde con disimulo una figura fácilmente descifrable, siempre y cuando se la recorra con la punta de un lápiz. El secreto del tiempo es un juego de niños. Pero ya pasó. Ahora se es esto. Esta mácula de tinta derramada sobre una página en blanco. Sin forma. Protoplasmática. Una mancha de humedad en la pared a la que se le puede adjudicar una forma cualquiera, elegida al azar, siempre y cuando la imaginación dependa de otro. Y ya es tarde. No hay más claves. Ni pistas. Ni comodines. Hay, en todo caso, cero coma cinco. Y un efecto. Y una larga lista de contraindicaciones. Y la noche cerrada como un cajón. Hermética. Llena de virulana en rollitos. Y una aguja para tejer al crochet que edifique sueños ásperos y rugosos.

martes, 6 de marzo de 2007

+ cajones

Impresionante. Curioso. En los cajones de mi escritorio descansa una infinidad, verdaderamente una enorme cantidad de cuadernos llenos de anotaciones. No contemplan el más mínimo orden. En cada uno de ellos puedo encontrar desde recetas de cocina hasta poemas, pasando indefectiblemente por apuntes tomados en diversos cursos: dirección teatral, filosofía, cine, diseño de modas.
Ideas. Llenos de ideas y de comienzos de cuentos, obras de teatro, guiones... Apuntes desordenados en los que ahora, revisando, escarbando, relamiéndome en ese picoteo de migajas ínfimas, me descubro. Metonimia de mi misma. Semillas dispersas sin haber sido regadas jamás. Brotes como muñones.
Temas recurrentes que me acosan pero que a la vez abandono sistemáticamente. Gran contradicción: abandonar, dejar por la mitad sin terminar jamás nada es mi única disciplina.
El proyecto (con grandes posibilidades de quedar trunco) : rescatar algo de todo eso y construir. Nadar entre mis propios huesos, hacer un trabajo de paleontología.

miércoles, 28 de febrero de 2007

Vos

Si pudieras
cavarías, con tu propio cuerpo,
un pozo profundo
como suponés que hacen los gusanos,
llenándote la boca y la nariz de tierra,
y te alojarías en un lugar oscuro, silencioso y húmedo
y gemirías hasta vaciarte,
hasta que los rasgos de tu cara, percudidos por el llanto, desaparezcan.
En cambio, con un gesto de dolor,
con la mueca atornillada como una máscara,
balanceás tu cuerpo sobre un bloque de hielo que empieza a derretirse.
Corrés.
Pero tus pies resbalan siempre sobre la misma superficie.
Como un mimo patético
o un payaso de circo venido a menos,
ensayás un rotundo slapstik
que no provoca más que una sonrisa, torcida por la pena.

sábado, 24 de febrero de 2007

Mudanza (bis)

Canastos de mimbre repartidos por todos los ambientes de la casa. Envolver cada plato, uno por uno, en papel de diario. Lo mismo con los vasos, los cubiertos, las fuentes de loza, los cacharros. Deshacerse de la ropa que se acumula en el fondo del placard y ya queda chica, o nunca se usa. Descolgar los cuadros de las paredes. Sacar las cortinas.
Estela abre cajones, revisa papeles viejos, hace un bollo con antiguas listas de supermercado, notitas, facturas pagas. De a poco va llenando hasta el tope la bolsa negra de consorcio. A Julieta le toca sacar los libros de la biblioteca y acomodarlos en uno de los canastos. Días atrás, Marcos pasó a llevarse los suyos. Los que le corresponden. Según él. Según ella, no. Entonces, discusión, pelea, gritos, forcejeos, reproches, acusaciones. Evocaciones milimétricas acerca del cómo y del cuándo de la adquisición específica de cada bien en particular. Qué es de quién. Tuyo, mío, nuestro. Los discos, el sillón de cuero, el póster de Picasso del último viaje a Europa. El juego de té. El espejo antiguo. La lámpara de pié. La alfombra.
Llanto de Estela. Crispación, mandíbula apretada, puño cerrado amenazante de Marcos. Otra vez, esta vez, mandan a los chicos escaleras arriba. Los meten en el cuarto y cierran la puerta. Ellos pegan el oído a la pared. Hasta que después del te vas, te vas, te vas de acá, portazo atronador y silencio, más llanto ahogado de Estela y Julieta que baja corriendo tan rápido que se tropieza y casi se mata y la mira y la abraza y le pide que por favor no llore. Nada le da más miedo en el mundo que ver a su mamá llorar.
Al rato tocan el timbre los del camión de mudanzas. Son dos tipos enormes, gordos, que usan camisas a las que les arrancaron las mangas y jeans gastados. Entre los dos, mientras las gotas de sudor empiezan a caerles de la frente como manguerazos, cargan todo. Cuando está listo, llaman a un taxi.
Ellos van atrás del camión . Julieta observa cómo todos los muebles se bambolean al ritmo del motor y pegan saltos con cada irregularidad del pavimento. La casa entera plegada, amontonada, superpuesta. El espejo envuelto con la alfombra, la lámpara de pié inclinada sobre la cama, los cuadros recubiertos por el papel de globitos que a los chicos les gusta aplastar. Las sillas apiladas. La cabeza de Lucía, la muñeca, se asoma por encima de un canasto y los ojos azules de plástico pareciera que la miraran escrutándola, haciéndole preguntas para las cuales ella no tiene repuestas. Ezequiel protesta porque quería viajar con el camión de mudanzas, en la parte de adelante, junto con el abuelo. Empieza a chillar, patea el asiento del conductor. Estela lo agarra de un brazo, lo estruja, le dice quedate quieto de una buena vez. Ezequiel llora y le dice mala, mientras revolea los brazos. Julieta baja un poco la ventanilla y se deja acariciar por el aire caliente que entra como una ráfaga. El sol dibuja formas extrañas sobre el piso de goma del auto. A medida que se alejan del barrio, la arboleda se va haciendo menos tupida y el tránsito se congestiona. Van por una avenida. Estacionan frente a una plaza enorme, sobre la calle Coronel Díaz. En la puerta del edificio los espera el abuelo Jacobo. Los peones están empezando a descargar las cosas sobre la vereda. Estela busca la llave y entran. Los chicos se pelean para ver quién aprieta el botón del ascensor. Ezequiel se pone en puntas de pié. Estira la columna, el brazo, el dedo índice. No llega. Julieta se apresura y presiona el nueve. Ezequiel pega un grito y larga un sollozo que da pena. Estela lo alza en brazos y entran al departamento.
Tres ambientes. Un living estrecho alfombrado con una carpeta azul y raída. Una cocina angosta y larga cubierta por azulejos celestes y alacenas de fórmica amarilla. Y dos habitaciones. Una, del tamaño de un placard. Los chicos recorren íntegro todo el lugar en unos pocos pasos y salen al balcón desde donde se ve parte de una plaza. El abuelo ofrece llevarlos almorzar a u casa. Pasan allí la tarde entera y cuando vuelven al nuevo hogar, todavía hay algunas cosas adentro de los canastos, pero la mayoría de los muebles ya están acomodados.

lunes, 19 de febrero de 2007

Bienes-raíces

Abrir cajones, sacar todo su contenido y comenzar una limpieza exhaustiva.
Purgar.
Leer cada uno de los papelitos ajados y amarillentos que se apilan sin orden y sin forma, sosteniéndolos entre la punta de los dedos, con las yemas negras de tierra acumulada.
Maldita manía de archivo, imposibilidad de tirar nada.
Perder el tiempo, detenerme en la contemplación de cada fragmento disecado: apuntes tomados en cursos varios, notas sobre Nietszche, opiniones polémicas pero ya a esta altura previsibles vertidas por Bartís en un curso del Rojas, transcripciones literales de El mito de Sísifo.
Cartas.
Mi letra redonda y apretada.
La letra desprolija de Mundo, girones deshilachados, incomprensibles.
Un poema de Hernán escrito –todavía me acuerdo- con la Art Pen que yo le regalé, hace como doce años, con esforzada caligrafía barroca .
Postales con reproducciones de obras de arte compradas en museos de Europa.
Declaraciones de amor, listas de supermercado.
Números, cuentas, cálculos hechos sobre viejas facturas o folletos de dellivery.
Programaciones de la Lugones de hace diez años.
Digresiones varias que hoy bien podrían formar parte de la liturgia de este blok; desvaríos sobre el insomnio, la soledad, la angustia.
Una por una las abollo en el puño de la mano y voy rellenando la bolsa negra que, a medida que se infla, cobra una forma monstruosa.
Un demonio de polietileno alimentado por los deshechos de la historia.
Mi historia.

viernes, 16 de febrero de 2007

Mudanzas

Termino de hacer la cuenta. Catorce. Con la que se aproxima, catorce mudanzas hasta ahora. Comenzando por la primera que se produjo cuando yo todavía era un feto de ocho meses adentro de la panza de mi mamá, migrando desde la Argentina hacia Venezuela. El pasaje por el canal de parto desde el plácido vientre materno hacia el mundo real no cuenta. Yo me refiero a lugares geográficos: países, barrios, calles. Entonces, Venezuela. De la casa en la que nací no recuerdo nada en absoluto. Nada. Apenas un recorte desvaído fabricado por los artilugios de la memoria. Fotos apiladas como cortezas secas de un árbol muerto, en un cajón de dimensiones parecidas a las de un ataúd. Una serie de ampliaciones en las cuales se puede distinguir, en blanco y negro, el sillón de mimbre de respaldo enorme, el busto de María Leoncia, y un afiche publicitario de cuya campaña mi papá había sido el creativo. Encima del sillón, parada, estoy yo a los tres años. Llevo en la cabeza un sombrero de tela que me queda demasiado grande y debajo, asomándose, algunos bucles rubios. Tengo puesta una musculosa y una bombacha. Las piernas desnudas. En otra foto de la misma serie Juan Fresán sentado en una silla con un cigarrillo en la mano, las piernas flaquísimas cruzadas a lo Charly García, detrás de lentes gruesos y marcos anchos, conversa con mi papá que está del otro lado del objetivo. Hay una serie de fotos de mamá desnuda que mi hermano y yo miramos con lascivia y pudor cuando las descubrimos, bastantes años después de haber sido tomadas. Muchas polaroid, con ese color particularmente saturado. Algunas del baño: los azulejos celestes detrás y yo adentro de la bañadera con mi papá, los dos riéndonos a carcajadas, la piel bronceadísima por el sol del caribe y mi pelo rubio, casi blanco, sobre el cual rebota el flash produciendo un leve resplandor. Mi hermanito y yo, tirados en la alfombra panza abajo sonriendo a cámara junto a papá con cara de loco. Fotos con amigos que transitaban con frecuencia la casa: Chango y Mónica, Alberto y Graciela, Pepe y Victoria. Las más antiguas: reproducciones chiquitas, del tamaño de una baraja, de mi mamá en penumbras, sentada en el sillón de mimbre conmigo en brazos. Los botones del vestido larguísimo y de estampado búlgaro desabrochado, dándome la teta. Tiene el pelo rubio y muy largo, mojado y tirado todo hacia un costado, cayendo sobre el hombro. Residuos, impresiones de memoria en emulsión fotográfica.
Del viaje de regreso tampoco hay recuerdos. Ni de la primera casa que habitamos transitoriamente hasta mudarnos nuevamente a la calle Roque Pérez, desde donde empiezan a conformarse las primeras imágenes nítidas.

miércoles, 14 de febrero de 2007

Rueda de auxilio

No. No me pidan ninguna clase de altura poética. Aquí, hoy, ahora, solo menudencias desde la planicie más llana de la vida cotidiana. Sin matices. Un desglose pormenorizado de miserias. Diario íntimo bobalicón, autocomplaciente. La lista del supermercado. Ítems de agenda.
Hoy: Qué madre sola puede llegar a sentirse una en la plaza, agitando una mano y sonriendo afectada, cada vez que la niña, en cada uno de los giros de la calesita, saluda y muestra orgullosa su sortija. Dolencias: de todo tipo. Cansancio, mareo, visión nublada producto de récords mundiales de insomnio (no me volveré tediosa explayándome -una vez más- sobre el tema). Una molestia aguda en la mandíbula que, barajo, podría ser: un ganglio inflamado, un tumor letal, una contractura provocada por bruxismo. (RAE: acuda en mi ayuda: ¿Bruccismo? ¿Brucsismo? ¿Bruxismo?). Horas y horas frente a la computadora estudiando la página digital de clasificados de Clarín. Escasa de recursos. De todo tipo. Días basurita. La única comunicación más o menos posible que puedo entablar con mi hija –por quien profeso una paciencia y un amor descomunal- sin que me tilde de “mala” o, en su defecto, de “tonta”, es convirtiéndome en “la hormiguita”, lo cual me obliga a aflautar la voz y metamorfosear mi mano en el supuesto insecto.
Ahora mismo: abandonar el proyecto Proust y dejar por la mitad el primer tomo de En busca del tiempo perdido y, en cambio, abocarme a la visión de un capítulo diario de Lost. Nada de perder el tiempo. Si no, sólo, perder.

lunes, 12 de febrero de 2007

Y van...

¿Cuántas noches amordazada por el insomnio?
Las hojas del árbol que se yergue desde el patio, planas como peces, nadando sobre el techo de vidrio, producen extraños chillidos movidas por el viento.
La imposibilidad de nombrar la muerte adopta distintas formas: la madera que cruje, las figuras recortadas por haces de luz en medio de la sombra, el quejido de una persiana que se cierra a metros de distancia, el rumor de los autos, el sonido metálico de una llave en la cerradura de un vecino trasnochado. Encarnaciones del miedo. Casi sumergida en la profundidad del sueño, muerdo el anzuelo y me dejo arrastrar hasta la superficie de la vigilia. Una y otra vez. Temblorosa y exhausta, dando coletazos, boqueando anillos de aire, espero las primeras irradiaciones del día.

jueves, 8 de febrero de 2007

Una artista de la humillación

Una artista de feria. Enjaulada. Al fondo de todo. Sentada con la cabeza entre las piernas, acomoda sobre el piso de tierra una letrita detrás de otra.
Figuritas, formitas, volcanes, remolinos, ovillos, torzales que se enroscan.
No es una persona.
Es algo, una cosa. Nudavida.
Detrás del vidrio astillado, se la mira con apática curiosidad, casi con indiferencia.
Una silueta agrietada a través de las nervaduras del cristal resquebrajado. Algo sobre lo que se deposita la mirada durante unos segundos y luego se olvida.
Ensaya piruetas. Practica malabares. Acrobacias. Pasos de baile.
Las zapatillas de punta raídas.
El tutú sucio y deshilachado.
Se abre de piernas y sonríe. Exhibe las costuras de su boca. Hace reverencias ante una moneda o un escupitajo. Pone lo mejor de sí.
Raquítica y desesperada, cruje como una cucaracha aplastada cuando le dan la espalda.

miércoles, 7 de febrero de 2007

Alicia en el charco de lágrimas


Alicia en el país de las pesadillas


Brazadas de desesperación en busca de, aunque sea, una ramita seca para aferrarte, cuando ya tomaste mucho más de lo que hubieras debido del frasquito que dice: “bébeme” y te volviste diminuta como un insecto y te ahogás en el mar de tus propias lágrimas, porque cometiste el error de perseguir irresponsablemente al conejo blanco, al que se le hacía tarde, y que jamás reparó en vos.

martes, 6 de febrero de 2007

Si. Son las 4:40 de la madrugada.

Isadora se despierta con la luz incandescente del mediodía. Aterriza su vigilia en un páramo despoblado, cubierto de nubes. Hoy le teme al encierro. Así que se levanta y elige un vestido viejo y algo ajado que perteneció a su madre y fue desechado debido a la aparición de una inoportuna aureola anaranjada cerca del ruedo. Ahora se lo pone. Sale a la calle. Hace un calor insoportable, pero es debido a la consistencia pastosa del domingo que su andar es lento, pesado. Se mueve como por brazadas, desplazándose del mismo modo que en esos sueños en los que se quiere correr pero la voluntad no alcanza. Su corazón improvisa algunas palpitaciones. Pocos autos. Poca gente. Es la hora del almuerzo. Se detiene a desayunar. Pide café, ¿croissants?, (el mozo inicia, didácticamente, una breve traslación idiomática para explicar que el menú alude a unas sencillas medialunas.), jugo de naranja y yogurt. Al principio, el roce de la lengua con el dulce y el contacto esponjoso contra el paladar le provocan una mezcla de náusea y de placer. El tránsito por la garganta se le dificulta. No le resulta sencillo comer. Empuja los alimentos con café negro y pequeños sorbitos de jugo. El murmullo de las conversaciones ajenas hormiguea a su alrededor mientras lee el diario y, a veces, levanta la cabeza para mirar a la nenita rubia de la mesa de al lado que le habla en inglés a su madre. Todos conversan con alguien. Isadora, en cambio, está sola. Guarda su voz. La aguarda. Garabatea algo en el cuadernito cuadrado: "tejo un capullo con la baba de las palabras". Se cruza de piernas y balancea rítmicamente el pié, dejando que la sandalia se deslice por el empeine y caiga al piso, efectuando un ruido sordo que se amortigua por el sonido ambiente. Nadie la ve. Nadie la escucha. Durante un rato, juega a ser invisible.

viernes, 2 de febrero de 2007

Derretida

Tarde que se arrastra como por un pavimento irregular, arriba de un carrito improvisado cuyas ruedas gastadas producen cierto traqueteo, hasta que, después de andar lento, parsimonioso, se detiene frente a un obstáculo minúsculo. Una piedrita. Cualquier cosa. Tarde de encierro. Cuatro paredes ¿cuántas son en realidad?. Un castigo auto impuesto, una condena o un ritual. El estómago vacío. Apenas digiriendo el café negro petróleo de la mañana. Detenida en el devenir áspero y corrosivo del ayuno. Ahora es como un juego, una apuesta. Convertirme en una artista del hambre. Elaborar un Iom Kipur privado, purgarme, ser espectadora de mi misma hasta desaparecer, dejarme dentro del paisaje curvilíneo de la memoria. Desterrarme. Vaciarme. Prohibirme la entrada al propio cuerpo, como un guardián ante las puertas de la ley. Hacer equilibrio sobre el delgado zumbido de los artefactos: el aire acondicionado, el monitor. Tirada en la cama, cruzar el colchón, abarcar todo el king size, dibujar una diagonal, quieta, como una presa inmóvil a la que apuntan con una escopeta. Cerrar los ojos ante el peso de lo inevitable. Derramarme como plastilina derretida y aplastada.

Deshipnotizarme con la campanilla del teléfono y , luego, cobrar forma ante la presencia de otros, dejarme descifrar, moldearme contra las manos-ojos-límites que imprimen su huella en mi, me transforman, me arman. Yo, si, así, me constituyo y doy.