martes, 22 de mayo de 2007

Santificado sea tu nombre

Si me arrodillo
Postrándome en el piso
Juntando las dos manos
Sobre la frente
Alzando la mirada al techo
Implorando
Un ruego estéril
Al panteón de los monstruos sagrados
Es porque me olvido de mi origen

Los únicos dos dispositivos
Con los que cuenta el hombre
Para retroceder y adelantar el tiempo
Son el perdón y la promesa

Una máquina
Construida apenas
Con palabras apropiadas
Pero difíciles de pronunciar

Vos, que erigís catedrales
De arquitectura barroca
Y belleza obstinada
Deberías saber
Que cuando se desmorona el templo
Del lenguaje
En tu cabeza
De nada sirve
Saber
Tanto
De todo

martes, 15 de mayo de 2007

Finlandia

Podrías ser la protagonista de una película finlandesa. O sueca. Algo así. Sos lo más parecido que hay a una mujercita gris, cuya vida insignificante no sirve para nada, salvo que se trate de una ficción pergeñada por la mente europea de un director de cine independiente. En Cannes te aplaudirían. No a vos, claro. A tu personaje. Usarías polleras de tweed, camisas con lazo y mocasines marrones. Olerías a jabón de lavanda. El pelo desgreñado, siempre. La luz tenue y mortecina, compuesta por el director de fotografía, dotaría a tu rostro de una complexión áurea. Caminarías en silencio largos travellings por cuadras humeantes y oirías el repiqueteo de tus zapatos sobre baldosas amarillentas. La gente a tu lado, caminaría hundida en sus abrigos, te rozaría casi empujándote, y no repararía en vos nunca. Serían siempre las siete de la tarde, el horario en el que los comerciantes del barrio bajan las persianas de sus negocios, y haría frío. Volviendo a tu casa te encontrarías repitiendo, para vos misma, en un susurro, como si rezaras: quiero mi vida de vuelta, quiero mi vida de vuelta. Una vida hecha de retazos, de saldos, de ofertas desaprovechadas. Harías malabares, por el desfiladero de tu memoria, con todas las oportunidades que perdiste. Y las verías estrellarse, contra el suelo, como naranjas podridas. Sufrirías por causa de un hombre que no te ama. Pasarías largo rato sentada en tu departamento casi vacío, a oscuras, mirando los movimientos recortados por el marco de las ventanas de los okupas del edificio de enfrente . Comerías directamente de la olla alguna comida recalentada, escuchando la voz áspera y dulce como la piel de un damasco de una cantante francesa que te haga llorar. Pasarías mucho tiempo frente al espejo, demorando el ritual higiénico, estudiando tu cara, intentando rastrear la genealogía del deterioro. Te acostarías tarde, sabiendo que desperdiciaste el tiempo y, mientras programaras el horario en que el despertador debería sonar al día siguiente, contarías las horas que te quedan de sueño. No podrías dormirte. Y escucharías el sonido de los pájaros al alba.

(En el mejor de los casos, algún director hollywoodense adaptaría el guión, le pondría puntos de giro, nudo y desenlace y serías Michelle Pfeifer.)

lunes, 14 de mayo de 2007

Restos de noche

Soñó imágenes
abstrusas
cuyas recónditas simbologías
remitían al desamparo.
Menudos de pollo para los hambrientos
y ropa de algodón, sin mangas,
en medio de un frío polar.

Despertó rastrillada por la luz
que entraba fileteada
a través
de las ranuras de las celosías.

Los dientes
soldados
por la fuerza con la que presionó
uno contra otro
los maxilares.

La nuca tirante,
los nudillos trabados,
los omóplatos salientes
como muñones de alas.
El cráneo astillado.

Rearmarse.
Desmalezar el dolor.
Encastrar las piezas del esqueleto,
una por una.
Ajustar las clavijas
que articulan el sentido
de un cuerpo a la intemperie.
Salir a la calle
a dejarse perforar
la piel quebradiza.

viernes, 11 de mayo de 2007

***

Mi pequeño monstruo combate en el cuadrilátero imperativo del sueño a fuerza lloriqueos y sentencias devastadoras: vivo triste. El mapa de respuestas adecuadas se extravía en la oscuridad del propio desconcierto. Ella efectúa una crónica exacta de los acontecimientos recientes. Vos estabas furiosa, dice. Y pide: charlemos más de esto.

jueves, 10 de mayo de 2007

No encuentro palabras

O las palabras no se encuentran entre sí.
O no dicen nada
O no pasa nada
de nada
de nada.

martes, 1 de mayo de 2007

Y se hizo la abeja

Ya atravesé el hall de entrada. Aquel que recomiendan determinar como punto de encuentro en caso de extravíos. Ahora cruzo la extensa carpa blanca empapelada por los afiches de Dunken. La amplitud del espacio me supera. Todo me supera. Qué hago acá. En general, digo. Qué hago. Afortunadamente es un día de semana al mediodía. Eso quiere decir que no hay aglomeraciones de gente ni nada parecido. De todas maneras, estoy aturdida. Me desplazo como un astronauta, un poco flotando, haciendo el esfuerzo de conferir a mi cuerpo cierto peso, algo que contrarreste la falta de gravedad de esta biósfera húmeda, esponjosa. Juego con el hálito de vapor que se adhiere al vidrio de la escafandra y la empaña. Enclaustrada en mi misma.
Piso un stand. Revistas españolas. Compro dos. La voz de la vendedora es un eco lejano y confuso. Veo algún conocido. Giro en falso. No es sencillo moverse dentro de este traje gris plata, matelasé, y mucho menos pasar desapercibida. Me falta el aire. No tengo fuerzas. Hojeo las páginas de un libro. Compro a pesar de que soy plenamente consciente de que no tiene sentido, de que aquí es tan caro como en cualquier librería, alguna de las cuales, para colmo, me harían descuento por ser “amiga de la casa”. Compro, digo. Y no “robo”. Actividad que solía frecuentar en mis buenas épocas. Ahora, imposible. Todo pesa. Se entorpece. Ni lo pienso. Podría. Parece fácil. Pero no. Ya estoy grande para estos trotes. Pago, entonces. Y sigo el recorrido, balanceando la bolsita de nylon transparente con mis Beatrices Viterbos dejándose traslucir. Y ya está. Y me voy. Nada de todo esto tiene sentido. Pero antes. Antes. Pasar por el stand del Fondo de Cultura Económica. Ahí si. Ahí tienen esos maravillosos títulos infantiles y, para mejor, rebajados –estos si-. Me atiborro de varios de ellos como una niña golosa a la que le ofrecen una bolsa llena de caramelos. Entre otros, elijo uno que considero un gran hallazgo “Y se hizo la abeja”, de Ted Huges. Ahora puedo partir. Ya en el colectivo, camino a mi casa, abro el libro. Está anocheciendo y la ciudad empieza a cobrar un tono ceniciento. Leo y me dejo subyugar por la prosa encantadora y emotiva del poeta. Al llegar, le insisto a mi hija que me permita leerle el cuento. Ella asiente, pero al rato se distrae. Aparta el libro de mi vista con una mano y se pone a charlar con su oso.