Podrías ser la protagonista de una película finlandesa. O sueca. Algo así. Sos lo más parecido que hay a una mujercita gris, cuya vida insignificante no sirve para nada, salvo que se trate de una ficción pergeñada por la mente europea de un director de cine independiente. En Cannes te aplaudirían. No a vos, claro. A tu personaje. Usarías polleras de tweed, camisas con lazo y mocasines marrones. Olerías a jabón de lavanda. El pelo desgreñado, siempre. La luz tenue y mortecina, compuesta por el director de fotografía, dotaría a tu rostro de una complexión áurea. Caminarías en silencio largos travellings por cuadras humeantes y oirías el repiqueteo de tus zapatos sobre baldosas amarillentas. La gente a tu lado, caminaría hundida en sus abrigos, te rozaría casi empujándote, y no repararía en vos nunca. Serían siempre las siete de la tarde, el horario en el que los comerciantes del barrio bajan las persianas de sus negocios, y haría frío. Volviendo a tu casa te encontrarías repitiendo, para vos misma, en un susurro, como si rezaras: quiero mi vida de vuelta, quiero mi vida de vuelta. Una vida hecha de retazos, de saldos, de ofertas desaprovechadas. Harías malabares, por el desfiladero de tu memoria, con todas las oportunidades que perdiste. Y las verías estrellarse, contra el suelo, como naranjas podridas. Sufrirías por causa de un hombre que no te ama. Pasarías largo rato sentada en tu departamento casi vacío, a oscuras, mirando los movimientos recortados por el marco de las ventanas de los okupas del edificio de enfrente . Comerías directamente de la olla alguna comida recalentada, escuchando la voz áspera y dulce como la piel de un damasco de una cantante francesa que te haga llorar. Pasarías mucho tiempo frente al espejo, demorando el ritual higiénico, estudiando tu cara, intentando rastrear la genealogía del deterioro. Te acostarías tarde, sabiendo que desperdiciaste el tiempo y, mientras programaras el horario en que el despertador debería sonar al día siguiente, contarías las horas que te quedan de sueño. No podrías dormirte. Y escucharías el sonido de los pájaros al alba.
(En el mejor de los casos, algún director hollywoodense adaptaría el guión, le pondría puntos de giro, nudo y desenlace y serías Michelle Pfeifer.)