La primera vez que estuve internada en una clínica fue cuando, a los once años, inventé un fuertísimo dolor de estómago porque no tenía ganas de ir al colegio. Mi actuación resultó ser tan verosímil que Madre llamó al médico de urgencia. Durante la media hora en que transcurrió la espera, el temor a ser descubierta me obligó a perfeccionar la técnica del embuste. Me retorcía, aullaba, derramaba hectolitros de lágrimas abundantes y saladas. Cuando el médico por fin llegó, lo hicieron pasar a mi habitación en donde yacía, sobre la cama, mi cuerpo doblado. No llevaba bata, ni uniforme, ni atuendo alguno que denotara su condición de galeno, salvo por el maletín de cuero dentro del cual, después de palparme la zona baja del vientre, sacó un estetoscopio para auscultarme. A esa altura del partido, mi performance había resultado tan exitosa que cuando volvió a hundirme los dedos de modo que casi pudo tocarme los órganos internos, como si mi piel fuera un guante en su mano, pegué un grito de efectivo y real dolor y las lágrimas volvieron a saltarme de los ojos.
Una hora más tarde, la ambulancia estacionaba en la puerta de mi casa. El diagnóstico: una peritonitis que, de no ser operada de inmediato, podía resultar fatal.
Del traslado a la clínica recuerdo poco. Supongo que Madre debió hacer acopio de sus propios artilugios actorales para ocultar frente a mí su preocupación y su miedo. Personalmente, el objetivo principal había sido alcanzado: no sólo estaría evadiendo un día entero de clases sino varios más. Como bonus track, me había convertido en el centro absoluto de atención y en los días sucesivos, era de esperar que se me prodigaran caricias, cuidados y atenciones en grado sumo. Hoy, claro, a la distancia, me pregunto si la mentira adquirió entidad propia o, por el contrario, el dolor era absolutamente real y yo creí que tenía el poder de fraguarlo por propia voluntad.
Me acuerdo de estar recostada en la camilla, temblando un poco, y de la enfermera que me aplicó la anestesia. Me dijo que contara hasta cincuenta. Dejé de contar después del seis, unos segundos antes de dormirme. Quería sentir cómo se disolvía la conciencia en el fondo de ese cansancio inducido, espeso y oscuro. Después, me contaron, salí del quirófano chupándome el dedo. El de la mano izquierda.
La vez siguiente que viajé en ambulancia fue a los veintipico De aquél traslado mi conciencia llegó a apresar sólo algún recuerdo fracturado. Parpadeos apenas. Algunas voces invocando que abriera los ojos, dolor de estómago, náuseas, la palma de una mano golpeándome la cara, un foco de luz penetrando con violencia en la retina. Después del lavaje de estómago, despertar de madrugada en la cama de la clínica, firmarle un papel al oficial que esperaba a mi lado, enfrentar la cara de fracaso y desolación de Madre y los ojos culpables de Padre -por qué-por qué- por qué.
La tercera y última vez que me internaron fue para parir a mi hija. Circunstancia memorable cuya trama, susceptible de ser evocada una y otra vez con puntillosa meticulosidad, constituye la síntesis de mi felicidad.
(Continuará)