miércoles, 27 de junio de 2007

Nuevo boletín. Hoy: salud.

Las enfermedades y sus metáforas. De algo por el estilo conversábamos con M. el otro día, entre muchas otras cosas. De la pérdida que se revela con un grado absurdo de literalidad manifestándose a través de la sangre. De lo que resulta intolerable, intragable y deviene úlcera, gastritis u otras molestias digestivas. Ahora, por caso, tengo problemas de cicatrización.

martes, 26 de junio de 2007

Zambra

Como uno de esos bombones que una se compra para darse el gusto (en Tikal, o en Volta, por ejemplo), muy de vez en cuando, aunque la desproporción entre el tamaño de la golosina –diminuta- y su abultado precio pareciera ser, en apariencia, inmensa. Así es Bonsái, de Alejandro Zambra. Deliciosa y perfecta.

domingo, 24 de junio de 2007

Quebré

Ah. ¿Qué? ¿Tenía que hablar de Macri? ¿De Filmus? Si, si. Me cago en la concha de la lora. No soy una aguda analista social. O.K. Ahora al punto: No quiero seguir pero sigo. No quiero seguir porque de ser así debería desnudar acontecimientos como los del viernes. Pero entonces ¿Qué quiero? ¿Llegar al límite? ¿Meterme como un tomate en agua hirviendo, despellejarme y ofrecerles toda la pulpa, rosada y caliente para que se la mastiquen? Ahí tienen. Me volví loca.

viernes, 22 de junio de 2007

Así comienza

La primera vez que estuve internada en una clínica fue cuando, a los once años, inventé un fuertísimo dolor de estómago porque no tenía ganas de ir al colegio. Mi actuación resultó ser tan verosímil que Madre llamó al médico de urgencia. Durante la media hora en que transcurrió la espera, el temor a ser descubierta me obligó a perfeccionar la técnica del embuste. Me retorcía, aullaba, derramaba hectolitros de lágrimas abundantes y saladas. Cuando el médico por fin llegó, lo hicieron pasar a mi habitación en donde yacía, sobre la cama, mi cuerpo doblado. No llevaba bata, ni uniforme, ni atuendo alguno que denotara su condición de galeno, salvo por el maletín de cuero dentro del cual, después de palparme la zona baja del vientre, sacó un estetoscopio para auscultarme. A esa altura del partido, mi performance había resultado tan exitosa que cuando volvió a hundirme los dedos de modo que casi pudo tocarme los órganos internos, como si mi piel fuera un guante en su mano, pegué un grito de efectivo y real dolor y las lágrimas volvieron a saltarme de los ojos.
Una hora más tarde, la ambulancia estacionaba en la puerta de mi casa. El diagnóstico: una peritonitis que, de no ser operada de inmediato, podía resultar fatal.
Del traslado a la clínica recuerdo poco. Supongo que Madre debió hacer acopio de sus propios artilugios actorales para ocultar frente a mí su preocupación y su miedo. Personalmente, el objetivo principal había sido alcanzado: no sólo estaría evadiendo un día entero de clases sino varios más. Como bonus track, me había convertido en el centro absoluto de atención y en los días sucesivos, era de esperar que se me prodigaran caricias, cuidados y atenciones en grado sumo. Hoy, claro, a la distancia, me pregunto si la mentira adquirió entidad propia o, por el contrario, el dolor era absolutamente real y yo creí que tenía el poder de fraguarlo por propia voluntad.
Me acuerdo de estar recostada en la camilla, temblando un poco, y de la enfermera que me aplicó la anestesia. Me dijo que contara hasta cincuenta. Dejé de contar después del seis, unos segundos antes de dormirme. Quería sentir cómo se disolvía la conciencia en el fondo de ese cansancio inducido, espeso y oscuro. Después, me contaron, salí del quirófano chupándome el dedo. El de la mano izquierda.
La vez siguiente que viajé en ambulancia fue a los veintipico De aquél traslado mi conciencia llegó a apresar sólo algún recuerdo fracturado. Parpadeos apenas. Algunas voces invocando que abriera los ojos, dolor de estómago, náuseas, la palma de una mano golpeándome la cara, un foco de luz penetrando con violencia en la retina. Después del lavaje de estómago, despertar de madrugada en la cama de la clínica, firmarle un papel al oficial que esperaba a mi lado, enfrentar la cara de fracaso y desolación de Madre y los ojos culpables de Padre -por qué-por qué- por qué.
La tercera y última vez que me internaron fue para parir a mi hija. Circunstancia memorable cuya trama, susceptible de ser evocada una y otra vez con puntillosa meticulosidad, constituye la síntesis de mi felicidad.
(Continuará)

miércoles, 20 de junio de 2007

Cerrada al vacío

Intentar hundir el cincel entre los mosaicos. Separar, en lo posible, una cosa de la otra. Evitar esta sensación que acecha. De estar cayendo incesantemente, rasgando el aire, asiendo la oscuridad, tanteando el vacío, palpando la membrana de aire que me rodea. Agitando brazos, piernas. Barriendo con el cuerpo el tiempo. Parpadeando. Temblando. Sucumbiendo. Trenzando las cuerdas vocales, empuñando un cuchillo contra el propio corazón. Girando sobre mi misma como un torbellino, un huracán, un remolino, un trompo, un taladro desafilado. Zigzagueando. Intentar, claro, tomar distancia.

miércoles, 13 de junio de 2007

Crónicas urbanas

Tramo Carranza-Callao bajo tierra. Luego de recorrer un trecho de, masomenos, dos o tres estaciones, sube un vendedor que empieza con el clásico speach ambulante: “tengan a bien disculparme, voy a robarle apenas unos minutos de su amable atención”, tonada jujeña algo forzada (¿Jujeña? ¿Soy acaso capaz de distinguir una tonada jujeña de una salteña? Bueno, pongamos.) Nada que nos obligue, a los hacinados viajantes, a ceder nuestros ronroneos y divagaciones íntimas. La mirada se pierde en el suelo de goma, en el cartel que promociona un instituto de aprendizaje del idioma inglés, en la puerta, en la estación Bulnes que se desliza hacia la derecha (¿O somos nosotros los que nos deslizamos? Ah! siempre me fascinó ese efecto sinestésico.) Pronto, sin embargo, un par de palabrejas vertidas por el orador ocasional empiezan a atraer la atención de algunos. ¿Dijo coito? El hombre, al parecer, promociona cierto producto autóctono que da en llamar “chipacito” y certifica su eficacia en casos de impotencia y eyaculación precoz. Durante unos breves segundos festejo el hallazgo. Creo estar en presencia de un episodio real investido de un poder teatral enorme. La gente aún no reacciona. Un hombre, exactamente a mi lado, pega un grito: que no sea maleducado, le grita. Que hay mujeres y criaturas a bordo, que no sea insolente, procaz. Lo insta a bajarse, o, al menos, a callarse. El Jujeño (¿Salteño?) arremete, dilapida guarangadas. El otro, (pelirrojo, medio pelado. No puedo dejar de notar dos dijes que penden de su cadenita: una estrella de David y un candelabro) cual adalid de las buenas costumbres, le recrimina que el tal chipacito no está aprobado por bromatología. Gran desilusión. Es fácil darse cuenta de que se trata de una representación impostada, flagrantemente ensayada. La cadencia del diálogo en seguida los delata. El pelirrojo proyecta la voz de un modo estudiado (¿Serrano? Lito Cruz? ¿Fernández?) De alguna manera, algo falla. Se abre un abismo entre la ficción y la mentira. Son actores intentando reproducir la realidad de la mentira de la realidad. Incapaces de despojarse del barniz de la Elocuencia (así, con mayúsculas). El vagón hierve de desconcierto. La gente se busca con la mirada, algunos sonríen. Por mi parte, también escudriño a los pasajeros intentando encontrar algún cómplice que, como yo, haya comprendido que se trata de una farsa (nunca mejor utilizado el término). Me topo con los ojos de un rostro vagamente conocido. Sonríe. Me sonríe. Le devuelvo la sonrisa. Pronto, la vaguedad se disipa. Es una certeza: el hombre es Marcelo Cohen. (Es muy curioso esto de conocer la apariencia de los escritores. Una –yo- sabe sus nombres y algo de sus biografías, mientras que ellos, que no son ni mucho menos celebridades, ni se imaginan que se los está reconociendo). Al cabo de dos minutos finaliza el acto. Y, con un estilo “era una jodita para Tinelli”, nos “revelan” que son actores de nosequé compañía de teatro callejero y que van a pasar la gorra...” Yo los aplaudo fuerte. (Soy de esas que aplauden siempre al final de un número artístico a bordo de algún medio de locomoción público). Pero no les doy ni puta moneda. Durante el breve trayecto que resta, cada uno vuelve a lo suyo. Algunos depositan algún morlaco dentro de la gorra . Marcelo lo hace - por ejemplo- y después se dedica a continuar subrayando concienzudamente un articulito recortado de un diario cuyo título alcanzo a leer: “El arte conceptual”. O algo así.

lunes, 11 de junio de 2007

La otra mirada

Son las once. Nunca me dejan estar levantada a esta hora. Pero hoy es sábado. Me pusieron un vestido, medias largas, zapatos de cuero blanco y me trajeron la reunión.
Ceno junto con los hijos de otros invitados, en la mesa de los chicos. Apenas pruebo la comida. Después me invitan a jugar a las escondidas, pero digo que no. Prefiero infiltrarme entre los adultos. Mientras toman café me acomodo entre dos señoras, debajo de alguna axila. No entiendo de qué hablan, de qué se ríen. Pero me gusta estar ahí. Me sirvo un vaso de Coca, hago de cuenta que es vino, coloco un grisín entre los dedos mayor e índice y lo voy royendo de a poco. Exhalo volutas imaginarias de humo y le pego suaves golpes al palito en la superficie, para que caigan las cenizas. Mi mirada se pierde entre los arabescos estampados de algún vestido. Tengo sueño. Hago un esfuerzo enorme por mantenerme erguida y con los ojos abiertos. Al tiempo, caigo. Escucho algunas voces, como con sordina: “Uy, mirá. La nena se durmió. ¿Querés llevarla a la pieza? Va a estar más tranquilita”.
Los brazos de papá me rodean la cintura y la nuca y me levantan en el aire. Mi nariz contra su cuello. Olor a colonia de afeitar. La palma de mi mano sobre la camisa adhiriéndose a su espalda. Respiración pesada. Aliento a alcohol. Detrás, los pasos de la anfitriona que llega presurosa a hacer lugar entre carteras y abrigos en la cama grande. Papá me deposita sobre el colchón, me tapa con una frazada peluda que me produce escozor en la cara y me da un beso en la frente. En lugar de reaccionar, me hago la
dormida. Antes de salir deja la puerta entreabierta y se va, dándome la espalda. Durante unos minutos intento diferenciar en la oscuridad los objetos que forman la montaña a mis pies; tapados, abrigos de piel, camperas, bolsos, carteras. Una franja gruesa de luz entra por el filo de la puerta entornada. Ilumina, incidentalmente, el espejo que cuelga de la pared. Creo distinguir en el reflejo una porción del torso de la dueña de casa y las manos de papá, levantando con torpe agitación el ruedo del vestido. Sus dedos gruesos se deslizan debajo de la tela. Forcejean un poco, jugueteando con el elástico de las medias, hasta que desaparecen de mi vista. Cierro los ojos, quizás para apartar esas imágenes, sin saber que retornarán modeladas por el recuerdo, una y otra vez. Después me pierdo en ensoñaciones de las que despierto sobresaltada cuando alguno de los invitados entra en la habitación para buscar sus cosas.
Ahora la nena está recostada en la parte trasera del auto. Su nariz y su boca, aplastadas contra el ángulo que forma el asiento con el respaldo. Duerme debajo de mi abrigo. Se despierta, abre los ojos, dice mamá. Me habla a mí. Tengo que contorsionarme un poco para girar sobre mi hombro y mirarla por encima de la butaca de adelante. Esa melena rubia que se derrama sobre el tapado no es la mía. Es la de mi hija. Soy adulta. El tiempo nos arrastró como una ola gigante hasta la orilla del presente. Soy madre.
La calle está desierta, salvo por el camión de basura que hace su recorrido lento a unos metros de distancia. A través de la ventana empañada por el rocío de la madrugada veo el reflejo difuso de los postes de luz. Me pregunta cuándo llegamos a casa. Yo le contesto: enseguida.

viernes, 8 de junio de 2007

Borbotones

Nos juntamos con las pibas (incluida H. C.) a festejar menciones varias. Ausentes con aviso: algunos de viaje, otros rallados. Nos ponemos al día. Y vos en qué andás. Hablamos de teatro y de publicaciones. Luego, todo vira hacia la política. Está claro que ahí somos bastante ignorantes al respecto. La Turkit no tanto. Y la señora C.P. tampoco, aunque mientras algunos evaluamos la posibilidad del harakiri ante la inminencia de la victoria del bienudo presi de Boca, ella o silencia o argumenta solapadamente a favor. No es la única. La H. C. Nos regala el momento exquisito de la noche: descripción pormenorizada del encuentro con Macri en el ascensor del San Martín: Yo veo unos ojos azules... dos luceros, que, ah.... se me aflojaron las piernas. Después salimos y me quedo todo turbado, lo busco con la mirada... salgo a la calle y me lo encuentro.... apuro el paso hasta alcanzarlo y le digo: ojalá que te vaya muy bien... Gracias, querido, me responde. ¿Y lo votaste? (Pregunta obligada) Para que no nos quede duda alguna, H se arrodilla en el suelo y se persigna. Si. Y nos lo jura en serio. Así está el país. (Señores encuestadores y analistas sociales, tengan en cuenta en sus próximos análisis esta variable: el voto hot.) Mientras tanto voy aumentando el consumo etílico. Estoy contenta. Contenta de “entonada” y contenta de contenta. La sex symbol del abasto brinda con Mirta Busnelli y Luis Machín. Les cuenta el motivo del festejo. Mirta nos besa, nos felicita. Si, si. Eso es codearse. Alegría, algarabía y más. Nos traen una torta con tres velitas y champagne. Pedimos tres deseos. Las tres los mismos tres deseos. Soplamos. Qué lindo es festejar, brindar, brindarse, reencontrarse con gente querida. A veces se desborda. No se puede medir.

miércoles, 6 de junio de 2007

Lo que se viene

La princesa Pirueta no puede quedarse quieta. Su papá -el rey- la reta. Que es una princesa, le dice. Que basta de piruetas.








Dibujo: Fatito Ruiz.