jueves, 30 de agosto de 2007

Welcome

A veces tiene ganas de dejarse caer.
A veces quiere dejarse ir.
Conoce las consecuencias. Pero no se detiene.
Ahora, se despide de un grupo de gente con la que salió a tomar algo. Desconocidos. Sube a un taxi. Es de madrugada. Fuma. Toma cerveza del porrón que compró en un kiosco.
Once and again. Volver empezar. Ella siempre deja todo por la mitad. Su vida es un laberinto de Corlok.
El dispositivo perfecto de encastres que constituye su esqueleto empieza a erosionarse y se derrumba. A sus pies, una montaña de huesos apilados. Ella, un amasijo de piel laxa. Apenas un soplo de viento, una ráfaga, una idea equivocada, pueden dispararla hacia el abismo.
Calle corrientes. Una equis. Un cruce de caminos.
Se desvía.
Nadie hace este tipo de cosas en la vida real. Pero ella no quiere ser real. Quiere ser un personaje. Quiere poder mirarse desde afuera. Quiere ser otra. Quiere estar loca.
No está lo suficientemente borracha. Pero se marea, tiene nauseas.
El corazón palpita con fuerza, irrigando a toda velocidad la sangre que circula por sus venas y empuja las sienes, la piel transparente del reverso de sus muñecas.
En el kiosco de la esquina una bandita de pibes fuman porro y toman cerveza. Los mismos pibes de siempre, el mismo kiosco. La vereda, las baldosas, la puerta descascarada, el pasillo, el polvo de ladrillo desprendiéndose de a poco de la pared, las venecitas, el piso calcáreo. Todo sigue estando ahí. Igual.
Ella no duerme nunca. Toma wiskie todas las noches. No se pregunta por el futuro. No se compró ningún felpudo que diga “Welcome” sobre el cual depositar el barro sucio de los zapatos acumulado a lo largo de los últimos años. Pura deriva, y todas esas cosas.
Ahora, parada frente a la puerta de la cual todavía conserva la llave, proyecta la imagen de lo que – supone-sucederé en breves instantes. Va a girar la cerradura y va a abrir la puerta de calle. Va a caminar a tientas por la oscuridad del pasillo, acariciando la pared rugosa con la yema de los dedos hasta dar con la puerta del departamento. Va a introducir nuevamente la llave en la cerradura. Va a entrar, va a subir las escaleras sin que nadie la oiga, hasta llegar a la habitación. Los va a mirar mientras duermen desnudos. Va a estudiar el cuerpo de la otra contra el colchón que ella misma compró unos meses atrás. Las arrugas que se forman en la tela, debajo del peso que le imprimen a las sábanas (sus sábanas). El contorno de sus miembros aplastados por el sueño, horizontales, extendidos o doblados. Cuando se despierten, cuando abran los ojos advirtiendo su presencia y los embargue el pánico al ver una sombra erguida al pié de la cama, ella va a hacer de cuenta que se desmaya. Va a dejar caer todo su peso sobre el suelo. Va a romperse el cráneo si es necesario.

¿Para qué sirve un blog?

No. No me voy a poner sociológica. No tengo tiempo. Ni ganas.Y precisamente esto es lo que quiero decir. Si no es para jugar ¿para qué?
Estoy harta de la gente pretenciosa. De los jóvenes supuestamente geniales. Reproducciones gastadas como la fotocopia de una fotocopia de una fotocopia. De los made in Puán que se creen mil. De los que dan cátedra.
En cambio, festejo y me inclino ante la originalidad. O sea, ante esto. (Con los coments incluidos)

domingo, 26 de agosto de 2007

Balvanera

Ella y su hija se deslizan por la calle en slow motion , con elegante parsimonia, como en una película de Wong Kar-wai. De noche. Transitando las veredas rotas de Balvanera. Casi tan extranjeras, allí donde Buenos Aires empieza a convertirse en el país de las últimas cosas, como los dos chinos de Felices Juntos amándose en un barrio viejo y destartalado. Ellas, entonces, caminan de la mano. La palma suave y diminuta de la nenita sujeta por la mano de su madre. Escuchando el mix melódico que surge de los diferentes locales por los que pasan: la estridencia de una cumbia que brota de los parlantitos del estéreo apoyado en una silla en la vereda; el tango aletargado que proviene del fondo del kiosco; un rock-chabón sonando en el interior del Solo Empanadas; los cánticos alegres y pegadizos de los feligreses salvando sus almas, o hallando un sentido a sus vidas, o simplemente pasando el rato en una de las sucursales de la Iglesia de Dios. Montones de basura se apilan en las esquinas del barrio que ostenta, probablemente, la mayor cantidad de farmacias por metro cuadrado. Pasan frente a la vidriera de un local de pastas caseras en el que detrás de la vendedora vestida de blanco impecable, sobre una repisa alta y larga que se extiende de pared a pared, se dispone una pila simétrica y perfectamente ordenada de latas amarillas y rojas. Se detienen un instante ante esa imagen. Una foto, piensa ella. Qué hermosa foto. La peregrinación hacia el Blokbuster llega a su fin. Luz de tubos fluorescentes. Recorren el laberinto de bateas, se toman su tiempo, eligen dos películas para cada una. Compran una golosina y regresan; las mismas cuadras en sentido contrario, conversando acerca de la naturaleza de los poderes de Súperman.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Duele


..

A veces tiene ganas de dejarse caer. Como cuando está en un piso alto de un edificio de departamentos. Y se asoma al balcón. Y no puede evitar, ni una sola vez, verse a si misma. Saltando.
A veces, quiere dejarse ir.
Conoce el dolor. Sabe las consecuencias. Pero no se detiene.

martes, 21 de agosto de 2007

38 grados y medio

Quiero patinar sobre una superficie espejada, debajo del cielo. Erguida sobre las rueditas, continuando mi propia imagen invertida, como si atravesara el suelo. Quiero dar vueltas como un trompo y engañar las retinas, parecer un rulo, un tubo, un hueco. Desplazarme a tal velocidad que nada me alcance. Hacer Ole. (Oleeeeeeeeee!).
Idiotas: abstenerse.

lunes, 20 de agosto de 2007

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Nunca voy a ser muy muy flaca si como tantos chocolates.
Hoy, dos.
Uno al medio día. En un cine viejo de Caballito. Viendo una película.
Otro, debajo de un rayo de sol, desacordonando la sombra larga pegada a mis pies.

jueves, 16 de agosto de 2007

lunes, 13 de agosto de 2007

Leí un cuento suyo y un poco me enamoré.

sábado, 11 de agosto de 2007

Work in progress II

¿Te estás aburriendo?
Nadia: No.
Cruz: Entonces la vi.
Nadia: ¿A quién?
Cruz: Al principio pensé que era el rostro de una mujer ahogada. Tan blanco. Casi transparente. Los ojos amarillos. Casi sin labios. Apenas una línea delgadísima, una ranura en lugar de boca. Estiré una mano para tocarla, pero se hundió en el agua. Me incliné para tratar de ver hacia dónde había ido. El bote se dio vuelta. Empecé a manotear y a dar patadas para mantenerme a flote. Estaba congelado y apenas podía moverme. Empecé a hundirme, enredándome entre las entrañas acuosas del mar. Me quedé sin aire. Intenté relajar el cuerpo para salir a flote, pero el pánico y el entusiasmo me lo impedían. ¿Tenías idea de que las sirenas existen?
Nadia: No te pedí que me contaras uno de tus cuentos.
Cruz: No es uno de mis cuentos, querida. Esto pasó de verdad. Las sirenas no suelen mezclarse con los humanos. De hecho, no permiten nunca que las vean. A lo sumo se dejan escuchar. Cantan melodías extrañísimas y un poco crispadas a los náufragos mientras se están ahogando. Todavía hoy no puedo dejar de preguntarme por qué me salvó. Qué extraña afinidad sintió conmigo. No es que pudiera sentir pena o compasión. Las sirenas son incapaces de experimentar esa clase de sensaciones. No son ni buenas ni malas. No forman parte ni de la naturaleza, ni de la cultura. Hacen lo que tienen que hacer. Dejar que te ahogues. Por ahí esta estaba medio vieja. Por ahí, ella también estaba a punto de morirse. Tal vez estaba tan triste que el corazón le pesaba dentro del pecho. La cuestión es que me subió a su lomo; no era una espalda de mujer exactamente, ni tampoco el lomo de un pez. Era resbalosa, estaba cubierta de musgo y los dedos de las manos estaban unidos por una membrana finísima.
Nadia: Ese es un lugar común. Pensé que eras más imaginativo.
Cruz: Lo soy. Si lo estuviera inventando podría describírtela de otra forma. Pero era exactamente así. Tené paciencia.
Nadia: Si.
Cruz: Cuando llegamos a la orilla estaba amaneciendo. Yo, casi desmayado. Ella me dejó sobre la arena mojada. Estaba agitada. Me di cuenta porque respiraba con dificultad y el pecho se hinchaba y se hundía con violencia. No sé por qué lo hice. Pero cuando estaba por volver a internarse en el mar, la agarré de un brazo. La agarré con tanta fuerza que le clavé las uñas en la carne. Pegó un chillido y empezó a sangrar. Me miró a los ojos y yo, por primera vez, reparé en la superficie de su cola, sobre la que rebotaron los primeros rayos del sol, que empezaban a asomar. La agitaba de un lado para el otro. Plateada, chata, cubierta de escamas, pesada como una barra de metal. Y filosa. Tuve unos deseos irrefrenables de matarla, de poseerla, de aplastarla con mi cuerpo y asfixiarla para llevarme su cadáver conmigo. Pero nunca me imaginé que algo tan delgado y en apariencia tan frágil pudiera tener una fuerza tan arrasadora. SE sacudió y me expulsó a varios metros de distancia. Después, se acercó de nuevo, me sujetó de los dos brazos presionando mi cuerpo contra la arena, levantó la cola en el aire, y la dejó caer con todo el ímpetu de su propio peso sobre mis piernas.

Nadia se estremece.

Cruz: Me desmayé. Al dspertar, estaba en la camilla de un hospital. Nunca encontraron mis piernas. Y, por supuesto, no le conté a nadie esta historia. Salvo a vos. Ahora.

jueves, 9 de agosto de 2007

Work in progress

Cruz:

Fue en el mar. Yo vivía en una casa, cerca de la playa. También, como ustedes, había decidido alejarme. La ciudad me resultaba tóxica. Mis libros ya eran bastante famosos. Se vendían. En lugar de hacerme feliz, cada vez tenía una sensación más profunda de fracaso. Quise dejar, dedicarme a otra cosa. Así que decidí irme. Lejos. A un lugar apartado. Como este. El mar siempre me produjo una fascinación extraña y al mismo tiempo, un miedo horroroso. Pero sabía que si quería encontrar nuevas motivaciones para escribir, tenía que estar lo más cerca posible del océano. Le alquilé una casita a un pescador. Me llevé pocas cosas. Como no había electricidad, tuve que acostumbrarme a la máquina de escribir. Al principio todo iba fantástico. Ya no me importaba por qué ni para quién lo hacía. Me levantaba a la mañana muy temprano, desayunaba y me sentaba a hilvanar mis historias. A la noche, salía a pasear por la orilla. La playa en esa zona estaba tan a oscuras, que el mar parecía, por momentos, un manto de alquitrán. Otras veces, parecía la lengua de un monstruo gigante que iba y venía, relamiendo las comisuras de la orilla, como si acabara de tragarse algo terriblemente empalagoso. Esa visión me hipnotizaba. A medida que la vista se fue acostumbrando a la oscuridad, y que el resplandor de las estrellas era suficiente para distinguir la línea del horizonte, lindando con el cielo, me concentré en las cosas que se agitaban mar adentro. Formas plateadas, remolinos. Figuras largas y sinuosas. Una noche, busqué el bote que el pescador guardaba en el galpón y me metí en el mar, sin tener la menor idea de cómo manejarme con los remos. Lo arrastré por la arena –ni me preguntes de dónde saqué la fuerza- y lo empujé sobre las olas. Ahí estaba yo, mecido como un embrión recién concebido en medio de ese útero bamboleante, mareado de placer, envuelto por la inmensidad del cielo, dejándome transportar hacia adentro, como arrastrado por una cuerda invisible... ¿Te estás aburriendo?

miércoles, 8 de agosto de 2007

Tiemblo cuando me tocas (a propósito del post anterior)

"...El potencial para la maldad, la depravación, la brutalidad y la desesperación más indecible que presentan los asuntos que tienen que ver con el sexo es casi infinito y por lo tanto, también lo es la vulnerabilidad que viene con ellos. La sensualidad produce energía pero también puede aniquilar, y algo tan inexplicable pero al mismo tiempo tan enraizado en la realidad de la carne como el deseo puede proveer sin duda una buena base para un tipo de ficción insidiosa y perturbadora, incluso peligrosa en algunos casos. (...) Sea que se tiemble por placer o por una anticipación del placer, o que se retroceda temblando de miedo, la piel de gallina que se forma en los brazos y el cuerpo es la misma."

Del prefacio a la antología "Caricias de horror", veintidós cuentos de horror y sexo, compilados por Michele Slung.

domingo, 5 de agosto de 2007

Efecto expectorante

El sábado como un plano secuencia. No anochece. Simplemente se produce un fade out. Sin saltos de continuidad. Sin cortes. No salgo. Deambulo como un zombi por la casa. Soñolienta, como si acabara de despertarme, recorro la escenografía del desamparo. Leo, escribo, escucho cinco veces el mismo disco.
No prendo la luz. Solo el débil resplandor de la pantalla ilumina la habitación. Una ráfaga de viento golpea el vidrio de la ventana. Acerco mi cara para mirar hacia fuera. Deslizo un dedo sobre la superficie empañada. ¿Qué veo a través de la claridad recortada? Pedazos de un remolino. Las ramas de un árbol desnudo, que empieza a moverse, como la mano de un muerto; reseca y áspera. Retrocedo, sin dejar de mirar hacia afuera. La extremidad fantasma perfora el vidrio. El frío de la calle ingresa con violencia, como un puñal dando vueltas en el aire. Corro. Pero la mano me alcanza. Me atrae hacia ella. Me arrastra hacia fuera, de modo que mi cuerpo entero cuelga hacia abajo mientras me sujeta de las piernas. Me sacude. Percibo cómo cierta sustancia pegajosa y densa, oscura , pesada, plomiza, empieza a gotear de la nariz, los oídos, la boca y cae y se estrella en el asfalto y estalla en pedazos, propagando un ruido sordo por el aire, salpicando a los transeúntes que se apartan horrorizados. Al tiempo vuelve a depositarme en medio del living. Aturdida, reparo en el vidrio, intacto. La irrupción alucinada se replegó hasta desaparecer en el agujero negro de la noche. Pero yo me siento mucho más liviana.