viernes, 26 de enero de 2007

El nítido sonido de algo que se arrastra

Te acostás exageradamente tarde. Tres horas después, para ser exacta, de sacarte el maquillaje. Ya deambulaste por la casa, escuchaste los mensajes en el contestador (cero), revisaste tu correo electrónico:
- Cursos del CELCIT
- El boletín de Estandarte.com
- Enlarge your peanis
Fumaste un último cigarrillo, parada en medio de la cocina, en remera y bombacha, con la mirada fija en los imanes de la heladera. Saliste al patiecito a impregnarte de la humedad de la noche y a escuchar el ronroneo intermitente de los autos que pasaban alterando la respiración del silencio.
Ahora te despierta el sonido de algo que se arrastra: en el techo, hay alguien. O afuera, en la terraza. No, no es una rata. Son pies. Pies humanos. Gritar. Llamar por teléfono. Como en las películas yanquis, marcar el 911 vernáculo. No estás soñando. Prendés la luz. Te levantás corriendo, te calzás un jean. Si van a entrar a robarte, si van a violarte, ojo. Que no te sorprendan desnuda. Te acercás al ventanal de vidrio, asomás media cara escondiendo el resto del cuerpo detrás de la cortina. Como si fuera de hierro, o de algún material blindado y no de endeble percal. La noche comenzó a cederle al día unas lonjas de claridad. El agua de la piletita está quieta. La ropa colgada en las sogas ensaya una coreografía flotante azotada por el viento. Una bolsita de naylon se arremolina y juega carreras con el polvo sobre el piso. Volvés a tu cama. Apagás el velador. Las partículas de luz ya empezaron a inundar el ambiente. El fantasma se deshizo, el sonido de su andar áspero se diluyó con el alba. Pero el cuerpo, tenso como una vara, no logra disipar el terror.

ELLA


Volvió.

jueves, 25 de enero de 2007

Lorrie Moore


Si por una de esas beneméritas casualidades, Dios existiera. Si, en tal caso, concediera la posibilidad de realizar milagros. Si fuera dado a cumplir deseos absurdos, inverosímiles, quiméricos, como lo fue en su momento dividir en dos el mar o aniquilar a los primogénitos de los egipcios, yo le pediría, hoy, únicamente esto: ser ella.

miércoles, 24 de enero de 2007

Leo su nombre en el Radar y se dispara el recuerdo.

Colegio progre en Belgrano. De esos en los que no usabas uniforme y no había timbre para el recreo. Te ibas de viaje de estudios y terminabas tomando cerveza con los profesores y, más tarde, volcábamos todos juntos. (Uno de física terminó, en Villa la Angostura, vomitando en un zanja mientras algunos alumnos le sosteníamos la cabeza).
Vitagliano todavía no se había recibido. Era un estudiante de letras. Y tener que lidiar con alumnos muy poco promisorios, vagos, irresponsables, debía constituir en él una mezcla de insatisfacción lacerante con el destello esperanzador de despertar al menos en uno solo de nosotros el amor por la literatura. Yo fui una niña lectora. De hecho aprendí sola las letras del alfabeto a los cuatro años. A partir de ahí, lo único que supe hacer bien en el colegio fue leer. Pero tuve la gran desgracia de contar con una madre escritora. Si bien debo decir –y agradecer- que ya desde mi muy temprana edad tuve acceso a textos que ampliaron mi mundo y lo embellecieron, también es justo decir que a una planta que necesita agua para vivir, cuando se la riega excesivamente, muere ahogada. A los once años -por ejemplo- mi madre me regaló, entre muchísimos otros, Madame Bovary. Cuya lectura, aunque lo recorrí de principio a fin, me hastió de un modo indecible. (Alan Pauls cuenta en una entrevista que leyó el mismo libro a la misma edad –que tuvimos, ciertamente, en diferentes épocas- y que ese fue el hecho determinante en su vida para concluir que la literatura era su única e indeclinable vocación. Pero por algo, claro, Alan es Alan y yo soy yo. Está claro. Nunca ganaré el premio Herralde de novela. Si al menos pudiera escribir una...). Yo no era especialmente talentosa, ni demasiado aplicada –ni siquiera a la lectura, en esa época del secundario- pero Vitagliano (Hoy un escritor édito, del cual, claro está, nunca leí nada), por un corto lapso de tiempo, puso algunas fichas en mi. Corto. Muy corto. Un día –lo recuero perfectamente- debíamos llevar a clase leídos y subrayados varios capítulos de “Niebla”, de Unamuno. Debe ser un libro muy interesante, seguro. Pero confieso que no lo leí. Ni ese día. Ni nunca. Por supuesto que no fui la única que hizo un silencio impertérrito en el aula cuando el profesor preguntó si habíamos leído y qué nos parecía. Pero no pude dejar de notar su mirada reprobatoria sobre mí, especialmente sobre mí, ni su espalda, encorvada más que lo habitual, como si cargara sobre los hombros un peso ciclópeo. Pegó unos cuantos gritos desaforados. Luego nos insultó, con la cara roja de furia y las venas azules del cuello hinchadas. Tal es así, que tuvo que asomarse el director interino –el de verdad, el que era progre en serio estaba ausente, ocupando un cargo en el ministerio- y sacarlo a él, al profesor, de la clase. No lo echaron ni nada. Pero le advirtieron que lo harían si algo parecido volvía a suceder. Más tarde, en el recreo, se me acercó. Parecía tranquilo, pero lejos de hallar serenidad, cuando me enfrenté a sus ojos, descubrí que en su mirada se cifraba todo el odio del mundo. Habló en voz muy baja. Casi tuve que pegar mi oreja a su boca. “Yo daba las clases para vos -confesó- Me conformaba con que al menos a uno solo de ustedes le interesara. Lo único que esperaba era que leyeras para hoy los dos miserables capítulos, las treinta páginas, lo mínimo obligatorio. Ahora sé que no cuento con nadie. Con nadie.” Después de terminar la frase dio media vuelta y se fue. Yo me sentí como uno de esos juegos infantiles que se clavan al piso con un topete y tienen una plumita en la punta que se mueve con el viento. Quise retroceder el tiempo, leer a Unamuno. Leer toda la novela. Subrayarla. Exponer comentarios brillantes, inteligentes. Destacarme. Ser todo eso que el creyó que yo podía. Pero no. No había forma. Era un fracaso. Igual de mediocre que todos mis compañeros. Y ya no volvió a dirigirme una mirada más.

martes, 23 de enero de 2007

Horizontal versus vertical

Un temblor en las manos
parecido al temor o a la resaca. El cuerpo
aterido de dormir enroscada. Despertar y advertir
cómo los músculos se han ido
crispando, junto
con tu
fuerza de voluntad.
Acalambrada. Te
vaciás mirando
el techo. Sos
un recipiente imperturbable. Una estatua
boca arriba. Podrías
quedarte así durante
horas. Sin testigos. Nadie
que juzgue tu inmovilidad. Tu no
querer ser-estar. La extrañás tanto
que podrías llorar. Al tiempo
que querrías
dilatar su ausencia.
Te da miedo.
( ¿Cómo
se hacía? ¿Soy
capaz? ¿Cómo hacerle
un lugar entre la desazón, el miedo
y la incertidumbre
a la habilidad para cantar canciones, tener
paciencia y preparar puré? ¿Confiar
en el instinto? ¿En que algo
indefinible se active
llegado el momento?). Entumecida,
te levantás de la cama y vas
hacia el espejo. Te preguntás
quién será
la de los ojos
hinchados. El dispositivo
sigue funcionando, pero vos
sos el engranaje defectuoso. Tus
huellas son invisibles.
Lo sabés.
De todas formas, unas
horas después, salís
a la calle.

lunes, 22 de enero de 2007

terraza, cine fallido y medio oriente

Salgo de casa. Tengo el pelo mojado, el cuerpo tibio. Ocupantes en mi terraza retozan en las cálidas aguas de la pelopincho mientras yo me ausento en pos de una peregrinación urbana. Cafecito en miniatura a precio descomunal sobre Figueró Alcorta y luego correr -con la casi certeza de haber deslizado un pequeño dato por alguna ranura de la memoria- hacia el Centro Cultural del benemérito General. Y confirmar que si. Que efectivamente el film empezó dos horas antes. (Soy una despistada. A qué dudarlo. Descarrilo. No me atengo a la vía. Me pierdo.) Y entonces, aunque todavía es un poco temprano, encaminarnos hacia el restaurante de la mafia china. Pero no. Tampoco. Todo reservado. Cara de pato (M. dixit). Y cruzar la calle, pues. Cenar en Lalo´s. Pelear con el mozo –cuándo no- y ganar la pulseada. Medio bife de chorizo, entonces, para la señorita (señora) . Y Crepes para mí.

Al salir: repiqueteo chisporroteo llamaradas. Juegos artificiales. Un auto antiguo pintado de blanco. Gente en la puerta observando, haciendo guardia, registrando con las camaritas de los celulares el acontecimiento. Los de la mafia festejan . Hay una mujer muy flaca, de Kimono rojo adherido al cuerpo, que sostiene una sombrilla con la mano y protege la cabeza de la novia. Lleva un vestido confeccionado con muchas capas de tul blanco. Y el novio: sobrio esmoquin negro. Los reciben con una lluvia de salpicré. La escena dura apenas unos minutos. Pero las pequeñas partículas brillantes siguen flotando en el aire.

Entrada la noche, vuelvo a casa. Luces prendidas. Los okupas siguen apostados en la terraza. La piel fosforescente. El sol impreso en las mejillas y en la espalda. Agotados. Luminosos. Soy una mamá, pienso. Una gallina. Mañana intentaré preparar un pastel para el jovencito risueño.

domingo, 21 de enero de 2007

qwerty

Round violento. Contra las cuerdas (vocales). Afónica. Desarmada. Atada a la lengua, perdí mi voz por nock-out.

miércoles, 17 de enero de 2007

Partidas adioses

Empacar su ropa, sus juguetes y sus libros. Calcular con la presteza de un oráculo los posibles embates del tiempo: remerita sin mangas para el calor sofocante, bucito liviano para la tarde, pulóver de lana por si refresca mucho (nunca se sabe con el aire de mar). Despedirla, verla ir. Calibrar el peso de mi propio centro para no caerme de costado. Habituarme al silencio y a la intermitencia de su voz, interferida por la distancia. Hacer planes. En principio: “Los amantes regulares”, el fin de semana, y alguna que otra más del ciclo de cine francés. Babel, tal vez , en la cartelera comercial (aunque no le tengo mucha fe). Lectura. Mucha. Y re-re-re-re elaboración del proyecto que se dilata (y a cruzar los dedos). Cocinar e invitar amigos a comer. Salir de noche. Dar vueltas en la cama, enredarme en la madeja del insomnio. Recoger algunas migajas de decencia y edificar una ciudad en miniatura para refugiarme. Por momentos olvidar. Olvidarla, olvidarlo, olvidarme. Y también: escuchar un disco –pongamos, de Joni Mitchell- y regodearme en el placer que a veces proporciona cierto tipo de dolor. Evocar –quizás- el momento más álgido de un chisporroteo de felicidad. Y hacer un pozo imaginario con un dedo, en la arena, para enterrarlo como a un gusano. Esperar, en el medio del océano, aferrada a mi tablita de telgopor, una ola para barrenar hasta la orilla que, por ahora, se mantiene oculta detrás de la línea del horizonte.

lunes, 15 de enero de 2007

esto está pasando ahora

Estamos viendo E.T.

"A mi no me gustan los etaterestres, pero esta película es muy buena"

Me acuesto al lado de Frany, pretendo -ilusa de mi- descansar un poco, cerrar los ojos, tal vez dormitar. Pero, claro, me ametralla a preguntas.

F: ¿Por qué lo sigue?
V: Porque se quiere hacer amigo
F: ¿Por qué se quiere hacer amigo?
V: Por que es bueno
F: ¿Qué le pasa a la mamá?
V: Está triste
F: ¿Por qué está triste?
V: No sé. ( La madre llora -¿recuerdan?- porque el padre se fué a México con otra mina, pero no me parece pertinente darle esta explicación a ella)
F: Yo tampoco sé.
...
F: ¿Qué hace el nene?
V: Está pensando.

...

F: El nene está pensando.
V: Si.
F: Ya sabemos lo que es pensar.

(Sigue, es eterno. En este preciso momento dice: "Está volando la bici ¿vos viste alguna vez una bici volar? Y así, así, así...)

Escala Richster

En el blok de la cocina anoto: comprar agua y leche. Y subrayo: urgente. Como si hiciera falta. Como si fuera una palabra que necesita ser subrayada.
El living, un domingo a la noche, es un terreno en el que acaba de terminar una batalla silenciosa entre los objetos y el tiempo. Un pequeño terremoto cuya vibración desplazó imperceptiblemente algunas cosas de lugar. Más tarde, de modo aparentemente inexplicable, todo comienza a caer por la fuerza de su propio peso. A romperse. Camino, entonces, entre escombros. Arena de la plaza que no me decido a barrer nunca, cubos de madera con letras impresas en negro, muñequitos de fisher price, playmobiles, barbies, pequeños ponies, los diarios del sábado y del domingo con sus respectivos suplementos culturales abiertos por la mitad, platos con resto de polenta, zapatillas, ropa en general, libros, cuadernos con anotaciones, marcadores, pinceles, temperas, atados de cigarrillos y ceniceros con restos de cenizas. Esquivo como puedo la contundencia del desorden. Hago serios esfuerzos por no empantanarme.

sábado, 13 de enero de 2007

Viernes. Noche.

Cena en casa de madre. Shabat y cumpleaños. Como de costumbre, banquete. Niñas revoloteando.
La casa en la que crecí está abarrotada de muebles heredados y de bibliotecas rebalsantes. Libros como ladrillos pesados que me interpelan. Subo y bajo escaleras, no puedo quedarme un segundo quieta, no puedo permanecer entre la gente. Soy un punto suspensivo rebotando. Huyo hacia el jardín a fumar en soledad. Luces apagadas. Sentada en una silla de plástico, escucho los gritos a voz en cuello de una vecina que dispara insultos desde la ventana iluminada del edificio de enfrente. Soy testigo involuntaria de su ira, que llega a mis oídos como por oleadas. Una marea embravecida. Miserable, dice. Y: no es una amenaza.

miércoles, 10 de enero de 2007

pum para abajo

Si sos una mujer que está atravesando un momento delicado, nunca recurras a tu madre en busca de una dosis alta de autoestima.
Madre: "Estás demacrada".
Modulo. “Dema-crada.” No estoy segura de estar formulando una pregunta.
Madre: "Tenés que cuidarte el look". (Textual)
Quisiera no dar crédito a sus sentencias. Podría contrarrestarlas con los comentarios mucho más benevolentes y considerados de mis amigos que profieren “Estás más linda” o, pícaro, el señor K: “Parece que la separación te ha sentado de maravillas”.
Pero corro al espejo y compruebo que si. Efectivamente las ojeras comienzan a virar a un tono verdoso que ni el más caro y prestigioso corrector del mercado –una significativa inversión, dado el estado actual de mi economía- es capaz de combatir. El pelo llovido. Ceniciento.
Madre: "Tenés que tomar sol."
Yo detesto tomar sol.
Madre: "Estás muy flaca. Demasiado."
¿Y qué más quiero que estar flaca? ¿Acaso no me dijo hace un tiempo “tenés que cuidarte un poco”? A la comida, se refería. A la grasa.
Tendría que volver a hacer gimnasia. Pilates. Que, aunque la avalancha de Márketing que sostiene a aquel sistema peregreñado por Joseph P. pregona sin más sus altos efectos curativos, a mi me produce agudos dolores cervico-lumbares.
Retomar las clases con Ana. No. Temo reincidir en aquellos vergonzosos accesos de llanto que me asaltaban después de la segunda media hora cuando, luego de trotar un poco, el diafragma comenzaba a aturdirse, se contraía, dificultaba la entrada del aire. No podría volver después del último episodio durante el cual, -mientras el resto de mis compañeros en medio de una concentración absoluta, se afanaban en realizar los delicados, precisos movimientos del saludo al sol-, yo yacía boca arriba, intentando respirar, prorrumpiendo en sollozos, inundando la paz del recinto con ruidos guturales, sin fuerzas aún para levantarme y huir corriendo de allí y tratar de evitar, al menos en parte, el vergonzante escarnio.
Tal vez empezar con una buena sesión en la peluquería. Recortar el cabello. ¿Teñir?
Madre: “Estás canosa”.

20:15 de la noche. El cielo tamizado aún por cierta luminosidad. Frany, que la noche anterior durmió apenas siete horas (yo cuatro, prorrateadas), se desploma sobre mi cama y, mientras la Alicia de Disney toma del frasquito que dice “bébeme” y se encoge hasta volverse diminuta como una hormiga, ella se queda profundamente dormida. Si todo sale como es de esperar, la cargaré en brazos, la llevaré a sus aposentos, y, 0.5 miligramos de clonazepam mediante más media copita de oporto, me sumergiré ,yo también, en un sueño suave y algodonoso.

Handke. Ensayo sobre el cansancio.

"(...)En dormir, como evasión, no se podía ni pensar: por empezar, aquel tipo de cansancio tenía como efecto una parálisis desde la que, por regla general, ni siquiera se podía doblar el dedo meñique; más aún, apenas se podía parpadear; incluso la respiración parecía haberse detenido, de tal forma que uno se sentía petrificado en lo más íntimo, convertido en una estatua de cansancio; e incluso cuando uno había hecho el esfuerzo de meterse en la cama, después de una rápida evasión hacia el sueño, algo parecido al desmayo -ninguna sensación de sueño- a la primera vuelta que uno se daba, se despertaba y se sentía en el insomnio, la más de las veces noches enteras, porque el cansancio de la soledad en la habitación acostumbraba a irrumpir siempre a media tarde, o al empezar al atardecer, sobre el crepúsculo. Del insomnio ya han hablado otros bastante: de cómo al final llega incluso a determinar la visón del mundo del insomne, de tal forma que, con la mejor voluntad, solo puede ver la existencia como una desgracia, cualquier actividad como algo sin sentido, cualquier amor como algo ridículo. De cómo el insomne está tumbado hasta el alba, hasta la pálida luz que para él significa la condenación, una condenación que va más allá de uno mismo, en su infierno de insomnio, que alcanza a la totalidad del ser humano, un ser fracasado que se encuentra en un planeta que no es el suyo. También yo estuve en el mundo de los insomnes (y todavía hoy vuelvo a estar en él una y otra vez). Los primeros pájaros en la oscuridad todavía, poco antes de llegar la primavera, como ocurría antes a menudo en época de pascua, como mofándose , pero ahora mandando sus gritos estridentes a la cama de la celda Otra-vez-una-noche-sin-dormir."

lunes, 8 de enero de 2007

080107

Ayer el incendio
pulverizó cualquier resquicio sano
pero el perfil de la escalera,
convertida en ceniza,
todavía se sostiene
como en los dibujitos animados,
con la fuerza de su propia convicción.

Encuesta de la semana.

Antes de volverme pobre, pobre del todo. Debería:
1) Comprar un sillón para mi futuro nuevo -seguramente diminuto y sórdido- hogar?
2) Comprar una cámara de fotos digital?
3) No comprar absolutamente nada y guardar, amarrocar, cual animalito de fábula con moraleja.

Yo me inclino por 2.

Esto

Signos de locura: hablo sola. Mantengo conversaciones en voz alta con migo misma. O con los fantasmas que me visitan ocasionalmente. Tengo el pecho bordado por una angustia leve, que apenas percibo por el temblor de las manos y algunas palpitaciones abruptas. ¿No soy yo cuando estoy sola? O por el contrario: una dosis concentrada, amarga, perforante. ¿Por qué me exhibo, me despellejo? ¿Para darle de comer a los buitres mi carne viva? ¿Para distanciarme de mí y mirarme? ¿Por vanidad? Soy un perro persiguiendo su propia cola. Un trompo. Un taladro. Basta. Basta de mí.

viernes, 5 de enero de 2007

Recursos infantiles

Hoy, después de abstenerme durante prácticamente cuatro días consecutivos de prender el televisor y llegar a la firme determinación de dar de baja el servicio de Cable, mi hija me pide ver dibujitos (Cosa que ha hecho, como mucho, tres veces en su vida). Me opongo débilmente. Insiste, solo una vez. Enciendo el aparato y sintonizo el canal de niños más políticamente correcto y oligofrénico – Barney es la estrella, los Teletubies sus secuaces- de la historia humana. Ella, con una coherencia impecable, me dice que se aburre con “Los hermanos Koala”. Control remoto en busca de algún otro programa (En mi época aún dábamos vuelta la perilla, qué bárbaro) hasta dar con los inefables Power Rangers. Esto! Esto! Grita eufórica la pequeña. Y pasa a explicarme: Esos son señores disfrazados de Power Rangers. Claro, le digo. (Últimamente respondo “claro” al menos treinta y cuatro veces por día. La niña emite sonidos todo el día, consistan o no en discursos descifrables y, debo admitir, muchas veces ni siquiera la escucho. Pensar que todavía a los dos años no decía ni media palabra y estábamos tan preocupados que barajamos la posibilidad de hacer una consulta médica o psicológica). Promediando la hora de TV, después de que yo me hube bañado, acicalado, peinado, mi hija una vez más hace gala de su enorme mesura, sentido común e inteligencia y me dice “quiero apagar”. Me visto, previa recomendación de Frany, que opina que mi pollera es “hermosa”, luego elegimos el vestuario acorde para ella: es decir, un atuendo lo más parecido posible al mío, y partimos a almorzar a Recursos infantiles (nuevamente la sugerencia la hace ella). La señora empleada del lugar le dice apenas llegamos qué linda que es y que parece una princesa. Frany no contesta. Apenas inclina la cabeza, bajando el mentón al pecho. Yo sonrío, simpatiquísima. Elegimos el menú –ñoquis con salsa rosa: todo, absolutamente todo debe ser rosa ahora- y le expongo a mi hija la siguiente inquietud: ¿Vos sos una princesa o una Power Ranger? “Una Princesa que le gustan los “Power Rangers”. Claro. Qué tonta mamá. Ella apura un par de ñoquis, tres, cuatro y salta al sector de juegos –obvio, para qué vinimos en realidad- y se entretiene durante una hora y media con todos los juguetitos artesanales-de autor-diseño propio- que hay en el local, mientras yo leo plácidamente el diario. Después me hace un nuevo requerimiento ante el cual, esta vez, me muestro terminante. Un caramelo. Que no. “Ayer no quisiste lavarte los dientes, hiciste mucho lío y además no podés comer golosinas todos los días”. Esta vez, la que flaquea es ella. En el fondo de su cabecita infantil, sabe que tengo razón. Hace silencio unos instantes y dispara: “No sé por qué me enojé anoche”. Ahí aprovecho para tocar un temita delicado. “Porque estabas muy cansada y no te querías ir a dormir. ¿Qué pasa? ¿Te da miedo ir a dormir? ¿Te da miedo la noche? ¿Soñás cosas feas? ¿Qué soñas, mi amor? ¿Te acordás?” Me dice que si, se acuerda. Y relata: “Sueño que duermo en la calle”. Ay.

jueves, 4 de enero de 2007

Favor de no molestar

Hoy me duermo temprano. Lo juro. Por mi corazón que da tumbos. Por la sangre que golpea con violencia en la garganta. Por la cicatriz. Por las patas rojas (en los ojos) de la araña. Por la ropa colgada en la terraza y los quehaceres domésticos que aguardan el día de asueto de la señora empleada. Por la palabra, la máscara, el artilugio, los disfraces de los que hay que disponer por la mañana. Por la retina que flaquea, la debilidad, los fantasmas. Por el ardor de la espina arrancada (pálido juego).

miércoles, 3 de enero de 2007

One more night

Al borde de la vigilia, un francotirador apostado en la azotea del insomnio dispara recuerdos, cavilaciones. Ojos abiertos en medio de la oscuridad y el corazón latiendo con fuerza –llamémosle taquicardia- (cómo pretender que mi hija concilie el sueño dócilmente si soy un demonio. Cae la noche y empezamos a retorcernos las dos: queseduermaqueseduermaqueseduerma, el peor de los conjuros, efecto altamente contraproducente, nerviosismo, ganas de pegar ¿de pegar? yo jamás, jamás le pegaré a mis hijos –iba a tener muchos- jamás les gritaré, promesa, palabra de honor –tres millones de veces transgredida- pero queseduerma o estallo. Y ella que durante el día ni mu, ni un si ni un no, tan obediente, fácil, tiene derecho, caramba, tiene todo el derecho del mundo –esto, claro, una vez que duerme como un ángel con aureola y todo: es la lucecita de noche que la ilumina tenuemente-) Y ahora qué. ¿Dormir? Ja! ¿Enhebrar palabras? Imposible. ¿Ya estoy soñando? ¿Enloquezco? ¡Por fin! Subvertirme, si, arrancarme el chaleco de fuerza. Ha-go-di-go-lo-que-quie-ro. Pero qué va. A cuento de nada: cuando era chica –chica, digo seis años, ocho- detestaba intensamente lo que ahora denominamos juegos inflables. Hoy de todas maneras están mejor diseñados, hay que decirlo. Al menos crecen como hongos en las plazas, al aire libre. Antes eran como un especie de globo gigante apostados en parques de ¿diversiones?, un monumento a la claustrofobia en el que tus padres te metían con grandes sonrisas implantadas y la promesa garantizada de que lo ibas a disfrutar como una loca. Te sacaban las zapatillas y con un empujoncito... de pronto estabas sentada en medio de un grupo de energúmenos que no paraban de saltar y vos rebotabas, intentabas pararte pero no, te caías irremediablemente, te empujaban, te pisaban, hacía un calor insoportable, sudabas, algo en el pecho empezaba a ejercer una presión imposible, llorabas, llorabas y llorabas hasta que alguien avisaba y te arrastraban hasta la salida y tus padres te recibían levemente desilusionados, no tanto por los pesitos malgastados si no por la certeza de que eras una nena un poco rara, melancólica, inválida. Por otro lado, debo admitir, la calesita era otra cosa. Divertimento estúpido si los hay (esto de girar decenas de veces sobre un mismo eje, si hay caballito que sube y baja mejor, más divertido, o en su defecto autito con volante, al son de una musiquita más estúpida aún tipo gaby-fofó y miliki) pero con el desafío intrigante de la sortija. Poner a prueba la capacidad de seducción. Y nunca pasar desapercibida. Eso, por un tiempo, estuvo bueno. (Y me pregunto por qué no haré este tipo de asociaciones en terapia, ya que pago un dineral).

martes, 2 de enero de 2007

To apeiron

Otra vez la noche como un rascacielos imposible, luego de un día completamente destinado al orden. Sacar la ropa de los bolsos, separar por color, meter en el lavarropas. Atajar cual eficaz portero frente al tiro del penal las efusiones ciclotímicas de F. que juega, ríe, salta, festeja y también llora, pega, grita, se ofende, reclama. Amordazar los demonios, limpiar la piletita, llenarla con un poco de agua, refrescarnos (imposible) y salir a la calle caldosa con la niña y su bicicleta en busca de un video para, después, internarnos en la habitación a mirar la tele con el aire acondicionado al máximo. Ir y venir por toda la casa como un fantasma, removiendo ruinas en busca de mis propios huesos. Cumplir con todos los rituales. Preparar las correspondientes comidas: desayuno- almuerzo- merienda (s) - cena, alimentar, bañar, lavar dientes, arropar, cantar canción de cuna, contar cuento. Finalmente colapsar frente a la inquietud creciente de la pequeña que vigila el sueño con estoicismo aferrada a mi brazo. Pegar un grito como un latigazo y frente a su desconsuelo, derrapar como un equilibrista fracasado hacia el abismo de mi propio llanto. Después dormirnos, abrazadas como siamesas, acunadas por el vacío.

lunes, 1 de enero de 2007

2007

Como si se tratara de un sueño. Pero no. El cuerpo lento se adhiere a la noche húmeda. Te sumás a la ficción de las copas y del chin-chin e incluso sonreís con evidente satisfacción cuando los gritos de felicidad de tu hija tintinean mientras chapotea con sus amigos en el agua, cerca de la media noche. Pero todo se resume en esta soledad, tan honda que apenas podés sospechar que existís gracias al roce con la tela pegajosa del sillón y al zumbido de las luces de artificio que estallan y revientan en el cielo y se multiplican en el reflejo de las ventanas. Te sentís lejos. Estás. Lejos. ¿Cómo remontar, ahora, y poner los pies sobre la tierra sin estrellarte? ¿Cómo surfear sobre la incertidumbre, la cascada, el precipicio? Oscilando permanentemente, yendo desde la boca del lobo hasta la panza de la ballena. La distancia es inabarcable. Las imágenes y los sonidos que destilaban los recuerdos empiezan a lavarse y a escucharse con sordina. Y la coraza de azúcar impalpable se disuelve en la negrura de la noche, como en una taza de café hirviendo.