Colegio progre en Belgrano. De esos en los que no usabas uniforme y no había timbre para el recreo. Te ibas de viaje de estudios y terminabas tomando cerveza con los profesores y, más tarde, volcábamos todos juntos. (Uno de física terminó, en Villa la Angostura, vomitando en un zanja mientras algunos alumnos le sosteníamos la cabeza).
Vitagliano todavía no se había recibido. Era un estudiante de letras. Y tener que lidiar con alumnos muy poco promisorios, vagos, irresponsables, debía constituir en él una mezcla de insatisfacción lacerante con el destello esperanzador de despertar al menos en uno solo de nosotros el amor por la literatura. Yo fui una niña lectora. De hecho aprendí sola las letras del alfabeto a los cuatro años. A partir de ahí, lo único que supe hacer bien en el colegio fue leer. Pero tuve la gran desgracia de contar con una madre escritora. Si bien debo decir –y agradecer- que ya desde mi muy temprana edad tuve acceso a textos que ampliaron mi mundo y lo embellecieron, también es justo decir que a una planta que necesita agua para vivir, cuando se la riega excesivamente, muere ahogada. A los once años -por ejemplo- mi madre me regaló, entre muchísimos otros, Madame Bovary. Cuya lectura, aunque lo recorrí de principio a fin, me hastió de un modo indecible. (Alan Pauls cuenta en una entrevista que leyó el mismo libro a la misma edad –que tuvimos, ciertamente, en diferentes épocas- y que ese fue el hecho determinante en su vida para concluir que la literatura era su única e indeclinable vocación. Pero por algo, claro, Alan es Alan y yo soy yo. Está claro. Nunca ganaré el premio Herralde de novela. Si al menos pudiera escribir una...). Yo no era especialmente talentosa, ni demasiado aplicada –ni siquiera a la lectura, en esa época del secundario- pero Vitagliano (Hoy un escritor édito, del cual, claro está, nunca leí nada), por un corto lapso de tiempo, puso algunas fichas en mi. Corto. Muy corto. Un día –lo recuero perfectamente- debíamos llevar a clase leídos y subrayados varios capítulos de “Niebla”, de Unamuno. Debe ser un libro muy interesante, seguro. Pero confieso que no lo leí. Ni ese día. Ni nunca. Por supuesto que no fui la única que hizo un silencio impertérrito en el aula cuando el profesor preguntó si habíamos leído y qué nos parecía. Pero no pude dejar de notar su mirada reprobatoria sobre mí, especialmente sobre mí, ni su espalda, encorvada más que lo habitual, como si cargara sobre los hombros un peso ciclópeo. Pegó unos cuantos gritos desaforados. Luego nos insultó, con la cara roja de furia y las venas azules del cuello hinchadas. Tal es así, que tuvo que asomarse el director interino –el de verdad, el que era progre en serio estaba ausente, ocupando un cargo en el ministerio- y sacarlo a él, al profesor, de la clase. No lo echaron ni nada. Pero le advirtieron que lo harían si algo parecido volvía a suceder. Más tarde, en el recreo, se me acercó. Parecía tranquilo, pero lejos de hallar serenidad, cuando me enfrenté a sus ojos, descubrí que en su mirada se cifraba todo el odio del mundo. Habló en voz muy baja. Casi tuve que pegar mi oreja a su boca. “Yo daba las clases para vos -confesó- Me conformaba con que al menos a uno solo de ustedes le interesara. Lo único que esperaba era que leyeras para hoy los dos miserables capítulos, las treinta páginas, lo mínimo obligatorio. Ahora sé que no cuento con nadie. Con nadie.” Después de terminar la frase dio media vuelta y se fue. Yo me sentí como uno de esos juegos infantiles que se clavan al piso con un topete y tienen una plumita en la punta que se mueve con el viento. Quise retroceder el tiempo, leer a Unamuno. Leer toda la novela. Subrayarla. Exponer comentarios brillantes, inteligentes. Destacarme. Ser todo eso que el creyó que yo podía. Pero no. No había forma. Era un fracaso. Igual de mediocre que todos mis compañeros. Y ya no volvió a dirigirme una mirada más.