miércoles, 27 de diciembre de 2006

ir y volver

Mañana –hoy- estaré partiendo. Con mi bolsito en mano, impostando, confundiéndome entre la multitud de veraneantes. Voy a la boca del lobo a dejarme masticar por dientes de arena. Ojalá yo fuera astuta como Ulises y pudiera decir que me llamo Nadie. Y encadenarme para no morir ahogada escuchando el canto de las sirenas. Y volver entera, trayendo con migo a mi pequeña y única certeza.

viernes, 22 de diciembre de 2006

Abasto (o cuento de navidad)

Sólo a mi. A mi puede ocurrírseme ingresar al Abasto (chópin) en vísperas de navidad. Caminar como un zombi bajo un techo encapotado por guirnaldas y lucecitas verdes y rojas y esquivar nieve de cartón, muñecos de Papá Noel y personas con racimos de bolsas que no paran de ramificarse. Y a medida que avanzo entre la gente sentirme más y más extraña. Un poco insecto flotando en el agua, agitando las alas, las patas, luchando. Con algo como un zumbido permanente u otra cosa que no sé bien qué es pero se parece a no saber nada de una. Los hilos cortados. Las raíces arrancadas. Y esta sensación de tener que hundir las manos en la tierra para buscar, no sé, algo. Entonces, flotar. Llegar hasta el mostrador detrás del cual una chica de sonrisa impostada te vende una entrada de cine y te pregunta si querés agregar, por tres pesos, un paquete de confites de chocolate y, aunque le decís que no, te agradece la visita y te desea, de todo corazón, que disfrutes la película. La sala oscura y prácticamente vacía, iluminada sólo por la luz centelleante que se proyecta sobre la pantalla. Dejarme comer. Ser tragada. Desaparecer. Un rato. Después, y a pesar de que la película no me pareció gran cosa, durante los últimos cinco minutos, soltar desde vaya a saber qué recóndito lugar, un sollozo incontenible. Seguramente relacionado con ese final en el que se escuchan las risas en off de dos niños a los que primero no se ve y luego entran a cuadro relativamente fuera de foco. Dos niños que vienen a representar la sanación. O algo con respecto a la soledad y al tiempo y el dolor. Salir, impregnada de ese estado particularmente narcótico que caracteriza a los primeros segundos fuera de la sala de cine y notar que el estómago reclama porque me olvidé de almorzar. Entrar a Yenny y convertirme en una más, por qué no, por qué no yo, y elegir un libro de Isol para llevarle de regalo a Frany cuando vaya a buscarla a la playa. Hacer la cola y todo eso. Ahora yo también tengo mi bolsita. Salgo a la calle y empiezo a caminar por corrientes, a pleno sol, disfrutando al principio del calor que se deposita en la piel y desentumece los músculos ateridos por el aire acondicionado del shóping. Voy en busca del negocio que vende lonas. Extraña fascinación la que me produce ese negocio. Las veces que, volviendo de la escuelita, me paré a mirar esa vidriera –Lonas, estamos hablando de lonas y de toldos- como si fuera una vidriera del Soho. Me doy el gusto, pues, de entrar. Y de comprar tres metros de tela acrílica y resistente, con el firme propósito de reparar por fin las reposeritas un tanto curtidas por el sol y la lluvia que habitan arrumbadas en la terraza. El hombre que me atiende tiene serios problemas motrices. Serios en serio. Un hilo de baba se le escapa por la comisura de la boca y camina arrastrando los pies y moviendo las manos sin control. Sin embargo, mide eficientemente los metros de tela, corta y cobra. Cuando saco la billetera de la cartera se le pierde la mirada hacia la vereda. Yo extiendo los billetes frente a él, pero no lo nota. Cuando por fin repara en mi, me pide perdón y me explica que vio un grupo de hombres sospechosos –el en realidad no duda en llamarlos “chorros”- y que en unos meses la cantidad de robos en el barrio fue alarmante. Que ahí ya entraron a robar cuatro veces y, acto seguido, pasa a relatarme con lujo de detalles el episodio ocurrido días atrás en la pinturería de al lado, en el cual parece que ataron a un tipo y lo torturaron –por puro placer, dice- además de robarle todo lo que tenía en la caja. Creo que me pongo pálida y miro hacia la vereda yo también. Me dice que no me preocupe, que ya se fueron. Aguardo el vuelto, lo saludo, y vuelvo caminando hasta mi casa sin dejar de mirar para todos los costados y sobresaltándome ante cualquier transeúnte que pase a mi lado. Maldito espástico. Antes de llegar paso por el video club. Elijo una selección de películas para mi programa de noche buena. Wenders, Bergman y una comedia con Sarah Jessica Parker.

jueves, 21 de diciembre de 2006

Noche de besos y vodka II

La familia a pleno como cómplices perfectos de una ficción escandalosa: la nena se recibe. Que, como bien apuntó A.G. en su bello (un tanto extenso) discurso, resulta ser un término paradojal. Se recibe. Se da. ¿A si misma? Por fin. “Ahora, no te queda otra que ser exitosa” sentenció terminante madre, el día que se le anunció que su hija era una de las pocas elegidas para integrar aquel selecto grupo de futuros dramaturgos. Ahora el futuro se cierne en todo su esplendor y en toda su monstruosidad como un monte , como un volcán amenazante que escupe lava ardiente. El fracaso siempre es un recurso. Aún (solo) para castigar (se) con ira. Acaso valga festejar. Acaso valga aunque no se exponga un premio, un trofeo, un producto de manufactura propia con acabado artesanal. Entonces. Exudar felicidad con tanta plenitud que la piel se vuelve inusualmente porosa y el amor –gastado, malinterpretado, en desuso, oxidado- se manifiesta libremente, se brinda. Se trasbasa,también , porque el "ida y vuelta" es, acá, cierto, de maestro a discípulo, de discípulo a discípulo. Bebo de un beso dentífrico sin hacerme preguntas excesivas. Tomo otro eslabonado por besos recientes. ¿Comunión? ¿Ebriedad? Alcohol de quemar. Del día siguiente, imágenes como fuera de foco, superpuestas, acontecimientos contemplados como a través de una cámara cuyo diafragma ha sido abierto al máximo. Fotos veladas en las cuales, sin embargo, con ojo avezado se distinguen formas, movimientos, gestos, palabras. Y se traducen a una lengua propia -el tacto de la lengua las traduce- horadando cualquier certeza.

lunes, 18 de diciembre de 2006

Las horas

Labios y ojos hinchados. Día gris lluvioso de siesta extendiéndose a lo largo de toda la tarde. Ahogada por el sueño el desorden la propia desidia.
Diarios de varios días alfombran el piso. Apoyo un pié desnudo sobre la sección clasificados, hago cuentas, reprimo la tendencia habitual y dañina
de proyectar hacia el futuro y aventurarme hacia un túnel sin salida. El cuerpo como de trapo, entumecido. Esperar. Aguardar lentamente el período de muda, clavarme al mundo como un estandarte. Revelarme. Darme a luz. Mirar mi reflejo en el charco que se forma a mis pies, la piel vuelta. Desconocerme. Reconocerme. Reconciliar la multiplicidad de imágenes aturdidas que se superponen. Escalar con el pelo en la cara un remolino, sin perderme de vista, no dejarme tragar, succionar, absorber por la fuerza del aire.

viernes, 15 de diciembre de 2006

Así

Solemos tener conversaciones maravillosas pero ayer no tenía ganas. Ella se esforzaba en mantener los ojos abiertos a pesar de que los párpados se le cerraban con insistencia. Yo, con una culpa monstruosa, intentando ahuyentar mis ganas de estar sola, la instaba a dormirse ahora mismo, en lugar de rescatar esos segundos más en los que podía tenerla conmigo, sabiendo, bien que lo sabía, que hoy estaría a kilómetros de distancia y, entonces si, podría lamentarme y exhalar suspiros de madre y extrañarla con solaz. Ahora me repulgo, me enrosco sobre mi misma, me muerdo la punta de los pies. Empiezo en el mismo lugar en que termino. Estoy sola. Y la voz que callo rebota por toda la casa como la pelotita del flipper, dando tumbos, encendiendo lucecitas, ruidos molestos.

jueves, 14 de diciembre de 2006

Frany dixit

Soy una mamá dinosaurio. Las olas son mi lugarcito.

miércoles, 13 de diciembre de 2006

Mutaciones

Escucho el sonido de la lluvia clavándose sobre el techo de la casa-grieta. Mis ojos fijos en la mancha de humedad, como si cierto poder hipnótico pudiera impermeabilizar la superficie que poco a poco comienza a resquebrajarse. Una diminuta imperceptible gota cae sobre la sábana floreada, a medio centímetro de mi pierna. Afuera, una performance de microorganismos en descomposición se desarrolla en el fondo resbaladizo de la pileta. El agua encuentra un resquicio por el cual filtrarse y se forma una cascada que imprime estrías grisáceas sobre la pared blanca. La casa-herida tiembla, se desmorona.

lunes, 11 de diciembre de 2006

El colmo de la soledad

Comer una porción de pizza fría de la noche anterior y empujarla con lo que queda de una botella de cerveza abierta y reposante hace días en la heladera, que ha dejado escapar, lenta, pero irremediablemente, sus burbijitas finamente diseñadas. Y no sentirme desdichada en absoluto.

sábado, 9 de diciembre de 2006

Una noche más de dormir apurada y despertar aguijoneada por la luz excesiva que se filtra por las claraboyas y por los resquicios libres del blak out (La peor inversión de la década). F. y yo formamos una T acostadas en la cama. Ella duerme transversalmente y yo, casi al borde, a punto de caerme, dibujo con mi cuerpo una s inaprensible. -En algún momento de la madrugada había decidido mudarse desde sus aposentos a los míos, con su oso y su vaso de agua a cuestas, y mis escasas fuerzas sólo alcanzaron para hacerle un lugar y taparla con la sábana.- Abrimos los ojos casi al mismo tiempo. Nuestras miradas se encuentran un segundo antes de que yo vuelva a cerrarlos, intentando desconocer la inevitable irreversibilidad de la situación.Sin embargo, cuando con voz de ultratumba le propongo que baje a jugar un rato y me deje descansar un poco más, obedece. La escucho levantarse e ir hasta su cuarto, ponerse los zapatos, (El sonido del velcro y de las pisadas construyen en mi cabeza la imagen de los zapatos rosa de cuero, los de “salir” y que ella insiste en usar a toda hora porque considera que son “de princesa”) y bajar la escalera mientras sus pasos se amortiguan por el ingreso de mi conciencia hacia el submundo del sueño.
Una hora después retorno con su voz aflautada dotando de vida a sus muñequitos de fisher-price. Remoloneo un poco, hasta que, agotada la instancia de juego, me llama para que le prepare el desayuno. Me levanto, de excelente humor. Encantada. Ella toma la leche, yo me hago unos mates y me recuesto a leer dispuesta a ser interrumpida una y otra vez mientras alterna entre pasear alrededor de la mesa del living con su bicicleta y subir y bajar una innumerable cantidad de veces al entrepiso. Despuntando el mediodía me propone una excursión a la pelopincho. Nos despojamos de nuestros camisones, untamos sendas cantidades de protector solar, nos colocamos nuestras respectivas bikinis –F. insiste en ponerse también el “corpiño”- y montamos un verano improvisado en la terraza. Como las dos reposeras la temporada anterior han colapsado, estiro una toalla en el suelo y coloco un almohadón contra la pared mientras ella llena la pileta con el agua que emana de la manguera. Me calzo las gafas de sol, y me dispongo a retomar la lectura. Mi aspecto le causa mucha gracia y ríe a carcajadas. De pronto me embarga una sensación frecuente que he dado en llamar “nostalgia retrospectiva”. Es como si en algún lugar de mi cerebro la situación fuera calcada y arrancada del presente para convertirse ya en recuerdo. Probablemente disparado por una asociación involuntaria con algún recuerdo fabricado en mi propia infancia, el instante mismo se despliega como un tríptico a través del cual un mismo momento fuera a la vez la imagen que F. conservará cuando sea ya adulta, la imagen que yo me esfuerzo en retener para futuras evocaciones y el presente mismo, imprimiéndose en la memoria, como los rayos de sol en nuestra piel pugnando por traspasar la crema protectora que se diluye de a poco con el agua.
El día seguirá transcurriendo apasiblemente y no tanto -Comeremos fideos con tuco que ella me ayudará a preparar, miraremos "El libro de la selva" en DVD, saldremos a dar dos vueltas manzana con la bici, llegará la hora del baño y de los gritos pelados porque le entró jabón en los ojos y cenaremos en casa de mi madre, de la que partiré en soledad porque ella decidirá aceptar la invitación a pernoctar allí- hasta que yo me siente, sola, frente al teclado y redacte un post sobre el modo en que el tiempo ingresó y se proyectó como a través de un prisma hacia diferentes épocas y espacios.

martes, 5 de diciembre de 2006

Días de claustro veraniego, de pantuflas y pijamas -lo de pijamas es retórico: ¿me creerías si te dijera remerita gastada?-. Ojeras indisimulables, talladas artesanalmente por el dios del insomnio. Zapping y devaneos a lo largo de noches esponjosas, elásticas, desfiguradas. Corridas en plena madrugada con mi pequeña en brazos a quien aqueja un dolor indescifrable, que aúlla, que se retuerce y llora y pide por favor. Y una que es madre -¿En qué momento? ¿Cuándo sucedió semajente evento? ¿Soy adulta? ¿Soy yo esa que cruza las calles desiertas en un taxi intentando consolar, calmar a alguien? ¿Es mi hija la que se vuelve bollo de pan, nudo, madeja y se arrebuja en mi ragazo y me abraza y me besa y entre queja y queja me dice "te quiero, mami"?- una, que apenas puede con sigo misma, se transforma en caparazón, en crisálida y se olvida del propio dolor. O lo escucha, mejor dicho, a la distancia, desde otro ángulo, otra perspectiva, porque sospecha que el grito de la niña es el efecto ampliado del propio lamento, como si ella, tan chiquita, no fuera otra cosa que una caja de resonancia.

sábado, 2 de diciembre de 2006

caracoles!

Leo tirada en la cama con el aire acondicionado prendido y tapada hasta el cuello con el edredón de plumas. Suena el teléfono y adivino que es ella. Me cuenta que hizo una torta de arena y que va a guardarme un poco. Le pregunto si fué al mar y me dice que sí. Pero es mentira. Escucho su voz chiquita que dice estoy muerta de sed y un intervalo de silencio. La comunicación se corta. Intento retenerla pero se pierde como yo me pierdo adentro de ella, con el ruido del mar.

viernes, 1 de diciembre de 2006

¿Y ahora? ¿Quién podrá defenderme?

Madre intelectual, filósofa, filosa, fina, elegante, llega a casa con dos pequeñas bolsitas en la mano. Se trata de dos obsequios. Uno para mi hija de cuatro años. El otro para mí. Franny entusiasmada abre el suyo: Consiste en un ejemplar nuevo de la saga de Elmer, el maravilloso elefante de retazos. Yo, a mi vez, efectúo la misma operación que mi pequeña hija, conteniendo un poco más las efusiones generadas por la expectativa, simplemente porque soy adulta y no queda bien andar pegando saltos y grititos ante la ofrenda de un bien material, aún cuando se trate de -¿Qué otra opción cabe?- buena literatura. Imaginaos cuán grande es mi sorpresa cuando luego de retirar de la bolsita impresa con pentagramas y notas musicales el delicado envoltorio color rojo violáceo y de rasgarlo suavemente, encuentro entre mis manos el siguiente título: "Si él ha roto tu corazón" Subtítulo: "Guía para superar una pena de amor". Autora: una tal Diane Mastromarino. Frente a ella, abro el libro, hojeo sus páginas cuyos textos están impresos en tipografía tamaño 36 (Letras bien grandes para que aquellos que nunca han leído un libro en su vida no se preocupen demasiado y se animen a emprender el desafío confiando en que al fin y al cabo no puede resultar tan difícil) y cuyos colores e ilustraciones son casi tan brillantes y chillonas como las del libro que mi hija agita frente a mí, y le dirijo una mirada aterrada, suplicante: se trata de una broma ¿verdad? Ella ríe confirmandome que sí, que es un chascarrillo. Qué susto. Por un minuto pensé que mi maravillosa madre, una de las mentes más brillantes de este país, me estaba subestimando. Deposito con leve desdén el libro sobre el escritorio cuando, como quien no quiere la cosa, deja deslizar: "Leélo en serio ¿eh?"