miércoles, 28 de febrero de 2007

Vos

Si pudieras
cavarías, con tu propio cuerpo,
un pozo profundo
como suponés que hacen los gusanos,
llenándote la boca y la nariz de tierra,
y te alojarías en un lugar oscuro, silencioso y húmedo
y gemirías hasta vaciarte,
hasta que los rasgos de tu cara, percudidos por el llanto, desaparezcan.
En cambio, con un gesto de dolor,
con la mueca atornillada como una máscara,
balanceás tu cuerpo sobre un bloque de hielo que empieza a derretirse.
Corrés.
Pero tus pies resbalan siempre sobre la misma superficie.
Como un mimo patético
o un payaso de circo venido a menos,
ensayás un rotundo slapstik
que no provoca más que una sonrisa, torcida por la pena.

sábado, 24 de febrero de 2007

Mudanza (bis)

Canastos de mimbre repartidos por todos los ambientes de la casa. Envolver cada plato, uno por uno, en papel de diario. Lo mismo con los vasos, los cubiertos, las fuentes de loza, los cacharros. Deshacerse de la ropa que se acumula en el fondo del placard y ya queda chica, o nunca se usa. Descolgar los cuadros de las paredes. Sacar las cortinas.
Estela abre cajones, revisa papeles viejos, hace un bollo con antiguas listas de supermercado, notitas, facturas pagas. De a poco va llenando hasta el tope la bolsa negra de consorcio. A Julieta le toca sacar los libros de la biblioteca y acomodarlos en uno de los canastos. Días atrás, Marcos pasó a llevarse los suyos. Los que le corresponden. Según él. Según ella, no. Entonces, discusión, pelea, gritos, forcejeos, reproches, acusaciones. Evocaciones milimétricas acerca del cómo y del cuándo de la adquisición específica de cada bien en particular. Qué es de quién. Tuyo, mío, nuestro. Los discos, el sillón de cuero, el póster de Picasso del último viaje a Europa. El juego de té. El espejo antiguo. La lámpara de pié. La alfombra.
Llanto de Estela. Crispación, mandíbula apretada, puño cerrado amenazante de Marcos. Otra vez, esta vez, mandan a los chicos escaleras arriba. Los meten en el cuarto y cierran la puerta. Ellos pegan el oído a la pared. Hasta que después del te vas, te vas, te vas de acá, portazo atronador y silencio, más llanto ahogado de Estela y Julieta que baja corriendo tan rápido que se tropieza y casi se mata y la mira y la abraza y le pide que por favor no llore. Nada le da más miedo en el mundo que ver a su mamá llorar.
Al rato tocan el timbre los del camión de mudanzas. Son dos tipos enormes, gordos, que usan camisas a las que les arrancaron las mangas y jeans gastados. Entre los dos, mientras las gotas de sudor empiezan a caerles de la frente como manguerazos, cargan todo. Cuando está listo, llaman a un taxi.
Ellos van atrás del camión . Julieta observa cómo todos los muebles se bambolean al ritmo del motor y pegan saltos con cada irregularidad del pavimento. La casa entera plegada, amontonada, superpuesta. El espejo envuelto con la alfombra, la lámpara de pié inclinada sobre la cama, los cuadros recubiertos por el papel de globitos que a los chicos les gusta aplastar. Las sillas apiladas. La cabeza de Lucía, la muñeca, se asoma por encima de un canasto y los ojos azules de plástico pareciera que la miraran escrutándola, haciéndole preguntas para las cuales ella no tiene repuestas. Ezequiel protesta porque quería viajar con el camión de mudanzas, en la parte de adelante, junto con el abuelo. Empieza a chillar, patea el asiento del conductor. Estela lo agarra de un brazo, lo estruja, le dice quedate quieto de una buena vez. Ezequiel llora y le dice mala, mientras revolea los brazos. Julieta baja un poco la ventanilla y se deja acariciar por el aire caliente que entra como una ráfaga. El sol dibuja formas extrañas sobre el piso de goma del auto. A medida que se alejan del barrio, la arboleda se va haciendo menos tupida y el tránsito se congestiona. Van por una avenida. Estacionan frente a una plaza enorme, sobre la calle Coronel Díaz. En la puerta del edificio los espera el abuelo Jacobo. Los peones están empezando a descargar las cosas sobre la vereda. Estela busca la llave y entran. Los chicos se pelean para ver quién aprieta el botón del ascensor. Ezequiel se pone en puntas de pié. Estira la columna, el brazo, el dedo índice. No llega. Julieta se apresura y presiona el nueve. Ezequiel pega un grito y larga un sollozo que da pena. Estela lo alza en brazos y entran al departamento.
Tres ambientes. Un living estrecho alfombrado con una carpeta azul y raída. Una cocina angosta y larga cubierta por azulejos celestes y alacenas de fórmica amarilla. Y dos habitaciones. Una, del tamaño de un placard. Los chicos recorren íntegro todo el lugar en unos pocos pasos y salen al balcón desde donde se ve parte de una plaza. El abuelo ofrece llevarlos almorzar a u casa. Pasan allí la tarde entera y cuando vuelven al nuevo hogar, todavía hay algunas cosas adentro de los canastos, pero la mayoría de los muebles ya están acomodados.

lunes, 19 de febrero de 2007

Bienes-raíces

Abrir cajones, sacar todo su contenido y comenzar una limpieza exhaustiva.
Purgar.
Leer cada uno de los papelitos ajados y amarillentos que se apilan sin orden y sin forma, sosteniéndolos entre la punta de los dedos, con las yemas negras de tierra acumulada.
Maldita manía de archivo, imposibilidad de tirar nada.
Perder el tiempo, detenerme en la contemplación de cada fragmento disecado: apuntes tomados en cursos varios, notas sobre Nietszche, opiniones polémicas pero ya a esta altura previsibles vertidas por Bartís en un curso del Rojas, transcripciones literales de El mito de Sísifo.
Cartas.
Mi letra redonda y apretada.
La letra desprolija de Mundo, girones deshilachados, incomprensibles.
Un poema de Hernán escrito –todavía me acuerdo- con la Art Pen que yo le regalé, hace como doce años, con esforzada caligrafía barroca .
Postales con reproducciones de obras de arte compradas en museos de Europa.
Declaraciones de amor, listas de supermercado.
Números, cuentas, cálculos hechos sobre viejas facturas o folletos de dellivery.
Programaciones de la Lugones de hace diez años.
Digresiones varias que hoy bien podrían formar parte de la liturgia de este blok; desvaríos sobre el insomnio, la soledad, la angustia.
Una por una las abollo en el puño de la mano y voy rellenando la bolsa negra que, a medida que se infla, cobra una forma monstruosa.
Un demonio de polietileno alimentado por los deshechos de la historia.
Mi historia.

viernes, 16 de febrero de 2007

Mudanzas

Termino de hacer la cuenta. Catorce. Con la que se aproxima, catorce mudanzas hasta ahora. Comenzando por la primera que se produjo cuando yo todavía era un feto de ocho meses adentro de la panza de mi mamá, migrando desde la Argentina hacia Venezuela. El pasaje por el canal de parto desde el plácido vientre materno hacia el mundo real no cuenta. Yo me refiero a lugares geográficos: países, barrios, calles. Entonces, Venezuela. De la casa en la que nací no recuerdo nada en absoluto. Nada. Apenas un recorte desvaído fabricado por los artilugios de la memoria. Fotos apiladas como cortezas secas de un árbol muerto, en un cajón de dimensiones parecidas a las de un ataúd. Una serie de ampliaciones en las cuales se puede distinguir, en blanco y negro, el sillón de mimbre de respaldo enorme, el busto de María Leoncia, y un afiche publicitario de cuya campaña mi papá había sido el creativo. Encima del sillón, parada, estoy yo a los tres años. Llevo en la cabeza un sombrero de tela que me queda demasiado grande y debajo, asomándose, algunos bucles rubios. Tengo puesta una musculosa y una bombacha. Las piernas desnudas. En otra foto de la misma serie Juan Fresán sentado en una silla con un cigarrillo en la mano, las piernas flaquísimas cruzadas a lo Charly García, detrás de lentes gruesos y marcos anchos, conversa con mi papá que está del otro lado del objetivo. Hay una serie de fotos de mamá desnuda que mi hermano y yo miramos con lascivia y pudor cuando las descubrimos, bastantes años después de haber sido tomadas. Muchas polaroid, con ese color particularmente saturado. Algunas del baño: los azulejos celestes detrás y yo adentro de la bañadera con mi papá, los dos riéndonos a carcajadas, la piel bronceadísima por el sol del caribe y mi pelo rubio, casi blanco, sobre el cual rebota el flash produciendo un leve resplandor. Mi hermanito y yo, tirados en la alfombra panza abajo sonriendo a cámara junto a papá con cara de loco. Fotos con amigos que transitaban con frecuencia la casa: Chango y Mónica, Alberto y Graciela, Pepe y Victoria. Las más antiguas: reproducciones chiquitas, del tamaño de una baraja, de mi mamá en penumbras, sentada en el sillón de mimbre conmigo en brazos. Los botones del vestido larguísimo y de estampado búlgaro desabrochado, dándome la teta. Tiene el pelo rubio y muy largo, mojado y tirado todo hacia un costado, cayendo sobre el hombro. Residuos, impresiones de memoria en emulsión fotográfica.
Del viaje de regreso tampoco hay recuerdos. Ni de la primera casa que habitamos transitoriamente hasta mudarnos nuevamente a la calle Roque Pérez, desde donde empiezan a conformarse las primeras imágenes nítidas.

miércoles, 14 de febrero de 2007

Rueda de auxilio

No. No me pidan ninguna clase de altura poética. Aquí, hoy, ahora, solo menudencias desde la planicie más llana de la vida cotidiana. Sin matices. Un desglose pormenorizado de miserias. Diario íntimo bobalicón, autocomplaciente. La lista del supermercado. Ítems de agenda.
Hoy: Qué madre sola puede llegar a sentirse una en la plaza, agitando una mano y sonriendo afectada, cada vez que la niña, en cada uno de los giros de la calesita, saluda y muestra orgullosa su sortija. Dolencias: de todo tipo. Cansancio, mareo, visión nublada producto de récords mundiales de insomnio (no me volveré tediosa explayándome -una vez más- sobre el tema). Una molestia aguda en la mandíbula que, barajo, podría ser: un ganglio inflamado, un tumor letal, una contractura provocada por bruxismo. (RAE: acuda en mi ayuda: ¿Bruccismo? ¿Brucsismo? ¿Bruxismo?). Horas y horas frente a la computadora estudiando la página digital de clasificados de Clarín. Escasa de recursos. De todo tipo. Días basurita. La única comunicación más o menos posible que puedo entablar con mi hija –por quien profeso una paciencia y un amor descomunal- sin que me tilde de “mala” o, en su defecto, de “tonta”, es convirtiéndome en “la hormiguita”, lo cual me obliga a aflautar la voz y metamorfosear mi mano en el supuesto insecto.
Ahora mismo: abandonar el proyecto Proust y dejar por la mitad el primer tomo de En busca del tiempo perdido y, en cambio, abocarme a la visión de un capítulo diario de Lost. Nada de perder el tiempo. Si no, sólo, perder.

lunes, 12 de febrero de 2007

Y van...

¿Cuántas noches amordazada por el insomnio?
Las hojas del árbol que se yergue desde el patio, planas como peces, nadando sobre el techo de vidrio, producen extraños chillidos movidas por el viento.
La imposibilidad de nombrar la muerte adopta distintas formas: la madera que cruje, las figuras recortadas por haces de luz en medio de la sombra, el quejido de una persiana que se cierra a metros de distancia, el rumor de los autos, el sonido metálico de una llave en la cerradura de un vecino trasnochado. Encarnaciones del miedo. Casi sumergida en la profundidad del sueño, muerdo el anzuelo y me dejo arrastrar hasta la superficie de la vigilia. Una y otra vez. Temblorosa y exhausta, dando coletazos, boqueando anillos de aire, espero las primeras irradiaciones del día.

jueves, 8 de febrero de 2007

Una artista de la humillación

Una artista de feria. Enjaulada. Al fondo de todo. Sentada con la cabeza entre las piernas, acomoda sobre el piso de tierra una letrita detrás de otra.
Figuritas, formitas, volcanes, remolinos, ovillos, torzales que se enroscan.
No es una persona.
Es algo, una cosa. Nudavida.
Detrás del vidrio astillado, se la mira con apática curiosidad, casi con indiferencia.
Una silueta agrietada a través de las nervaduras del cristal resquebrajado. Algo sobre lo que se deposita la mirada durante unos segundos y luego se olvida.
Ensaya piruetas. Practica malabares. Acrobacias. Pasos de baile.
Las zapatillas de punta raídas.
El tutú sucio y deshilachado.
Se abre de piernas y sonríe. Exhibe las costuras de su boca. Hace reverencias ante una moneda o un escupitajo. Pone lo mejor de sí.
Raquítica y desesperada, cruje como una cucaracha aplastada cuando le dan la espalda.

miércoles, 7 de febrero de 2007

Alicia en el charco de lágrimas


Alicia en el país de las pesadillas


Brazadas de desesperación en busca de, aunque sea, una ramita seca para aferrarte, cuando ya tomaste mucho más de lo que hubieras debido del frasquito que dice: “bébeme” y te volviste diminuta como un insecto y te ahogás en el mar de tus propias lágrimas, porque cometiste el error de perseguir irresponsablemente al conejo blanco, al que se le hacía tarde, y que jamás reparó en vos.

martes, 6 de febrero de 2007

Si. Son las 4:40 de la madrugada.

Isadora se despierta con la luz incandescente del mediodía. Aterriza su vigilia en un páramo despoblado, cubierto de nubes. Hoy le teme al encierro. Así que se levanta y elige un vestido viejo y algo ajado que perteneció a su madre y fue desechado debido a la aparición de una inoportuna aureola anaranjada cerca del ruedo. Ahora se lo pone. Sale a la calle. Hace un calor insoportable, pero es debido a la consistencia pastosa del domingo que su andar es lento, pesado. Se mueve como por brazadas, desplazándose del mismo modo que en esos sueños en los que se quiere correr pero la voluntad no alcanza. Su corazón improvisa algunas palpitaciones. Pocos autos. Poca gente. Es la hora del almuerzo. Se detiene a desayunar. Pide café, ¿croissants?, (el mozo inicia, didácticamente, una breve traslación idiomática para explicar que el menú alude a unas sencillas medialunas.), jugo de naranja y yogurt. Al principio, el roce de la lengua con el dulce y el contacto esponjoso contra el paladar le provocan una mezcla de náusea y de placer. El tránsito por la garganta se le dificulta. No le resulta sencillo comer. Empuja los alimentos con café negro y pequeños sorbitos de jugo. El murmullo de las conversaciones ajenas hormiguea a su alrededor mientras lee el diario y, a veces, levanta la cabeza para mirar a la nenita rubia de la mesa de al lado que le habla en inglés a su madre. Todos conversan con alguien. Isadora, en cambio, está sola. Guarda su voz. La aguarda. Garabatea algo en el cuadernito cuadrado: "tejo un capullo con la baba de las palabras". Se cruza de piernas y balancea rítmicamente el pié, dejando que la sandalia se deslice por el empeine y caiga al piso, efectuando un ruido sordo que se amortigua por el sonido ambiente. Nadie la ve. Nadie la escucha. Durante un rato, juega a ser invisible.

viernes, 2 de febrero de 2007

Derretida

Tarde que se arrastra como por un pavimento irregular, arriba de un carrito improvisado cuyas ruedas gastadas producen cierto traqueteo, hasta que, después de andar lento, parsimonioso, se detiene frente a un obstáculo minúsculo. Una piedrita. Cualquier cosa. Tarde de encierro. Cuatro paredes ¿cuántas son en realidad?. Un castigo auto impuesto, una condena o un ritual. El estómago vacío. Apenas digiriendo el café negro petróleo de la mañana. Detenida en el devenir áspero y corrosivo del ayuno. Ahora es como un juego, una apuesta. Convertirme en una artista del hambre. Elaborar un Iom Kipur privado, purgarme, ser espectadora de mi misma hasta desaparecer, dejarme dentro del paisaje curvilíneo de la memoria. Desterrarme. Vaciarme. Prohibirme la entrada al propio cuerpo, como un guardián ante las puertas de la ley. Hacer equilibrio sobre el delgado zumbido de los artefactos: el aire acondicionado, el monitor. Tirada en la cama, cruzar el colchón, abarcar todo el king size, dibujar una diagonal, quieta, como una presa inmóvil a la que apuntan con una escopeta. Cerrar los ojos ante el peso de lo inevitable. Derramarme como plastilina derretida y aplastada.

Deshipnotizarme con la campanilla del teléfono y , luego, cobrar forma ante la presencia de otros, dejarme descifrar, moldearme contra las manos-ojos-límites que imprimen su huella en mi, me transforman, me arman. Yo, si, así, me constituyo y doy.

jueves, 1 de febrero de 2007

clase de historia

Bajo por la escalera de madera labrada. En medio del movimiento descendente, Sofía me codea: “Ese es el pibe canchero”. Está cruzando el patio del colegio. Lo miro. Me mira. Un segundo instantáneo y eterno. Después, esperar ansiosa el receso. Desde una punta a otra del recreo me dejo cautivar por sus ojos miel y sus hoyuelos. La piel aceituna. El pelo desgreñado sobre la frente. La remera sucia. Después, me entero: se llama Ezequiel. Es uno de los repetidores. En varias ocasiones intento mantener algún tipo de conversación. Imposible. Se maneja con monosílabos. Parece desconocer las reglas básicas del lenguaje humano. Un cachorro. Cierta clase de desprotección en la frente, y en sus hombros, su espalda encorvada. Risa de tonto. Llego a casa y quiero dormir para que sea el día siguiente. Para verlo. A él. Y después. Todos me miran. Todos. Una silueta que se supone soy yo reproducida en el baño de varones. Anzuelos permanentes. Trampas para ratones que evado con habilidad. Ojos como agujas en una sesión de acupuntura. Clavados. Recorriéndome toda. Menos los suyos. Los únicos que importan. Un día, clase especial de historia. Varios cursos congregados para mirar una película en el S. U. M. (Salón de Usos Múltiples) La misión. Con De Niro y Jeremy Irons (Jeremías Fierros, lo mismo da). Elijo un recodo en el piso, contra la pared. Aparece arrastrando los pies, se sienta a mi lado, pega su hombro al mío, como si yo no existiera. La porción de mi cuerpo que entra en contacto con el suyo se desintegra o arde. Van en una balsa. O algo así. No me importa nada. Hay indios, creo. No escucho más que el latido en mi garganta. Una puntada en la nuca. Giro la cabeza. Me mira. Sonríe. No hay manera de convencer a la porción racional que me gobierna la mayor parte del tiempo de que es un idiota. Pasa. No se detiene. Como una manada de elefantes que me aplasta. O qué. O qué?