domingo, 25 de marzo de 2007

Partida (en) dos

Primero tuvo que abrir los párpados y luchar contra el candado de sopor, herrumbrado por tantas horas de insomnio. Se levantó y preparó el desayuno. La hija lloró porque primero la leche y después los cereales, y no al revés, y se mordió el brazo, imprimiendo la huella de sus propios dientes incrustados sobre la piel blanca. La madre entre abrazos uterinos y caricias intentó diluir el grumo de miedo sedimentado entre los engranajes de la mañana. Respiraron al unísono durante un momento protozoario. Se independizaron. Escucharon música. Pintaron con acrílicos sobre paspartout. Llenaron la bañadera y desprendieron con jabón y esponja vegetal las costras de pintura que habían quedado depositadas en manos, brazos, piernas. Después llegó el padre que se llevó a la niña. La madre salió a la calle. Esperó el colectivo. Se trasladó hasta la clínica en donde su amiga había parido a su belleza hija. Su hija milagro. Su hija ruego. Permaneció unos instantes frente a las dos criaturas, todavía casi una, y se despidió. Volvió caminando. Mientras el sol se ponía, su cuerpo cruzó la ciudad como si fuera un contorno filoso que rebanaba el mundo, abriendo un hiato entre las cosas y ella, entre la gente y ella, entre el mundo y ella, entre ella y ella.

sábado, 24 de marzo de 2007

Shabat Shalom

Hubo un tiempo en el que mi familia podía encuadrarse dentro de la definición clásica de “judíos de clase media, intelectuales y militantes de izquierda”. Los amigos que frecuentaban la casa eran escritores, filósofos, psicoanalistas. Comíamos asados en la quinta de Maschwitz, comprábamos la carne y los chorizos en lo del negro, el jamón crudo en lo de Miky y el helado en lo de Conty. Nos explicaban, en términos claros y sencillos, (éramos niños) por qué estaban en desacuerdo con pagar la deuda externa y nos llevaban a cococho a las marchas en Plaza de Mayo, encolumnados detrás de la bandera del PI y cantando a voz en cuello “el que no salta es un militar”. Leíamos todos juntos el Nunca Más, hablábamos de justicia social y de la revolución cubana.
Ahora, todo se pide por teléfono a “Open Kosher”. Sobre la mesa larga del comedor, se despliega el mantel fino y se acomodan el juego de mesa inglés, los cubiertos de plata, las copas de cristal, el salerito labrado, la jarra de agua (no la botella de plástico Villavicencio: horror) Se invita a los “amigos” de la “comunidad” a la cena de shabat. Con ellos, después de bendecir el vino, el pan y las velas (con las palmas vueltas contra la llama violácea), se hace camarilla, se transan acuerdos, se elaboran zancadillas, se reparten migajas de poder (migajas rancias de tupperweare). Se defiende la política de Israel, se denosta a los intelectuales de izquierda –todos antisemitas-, se bromea acerca de si la comida turca es más rica que la rusa, se comenta mucho sobre lo último que vieron en el cine. Hoy, por caso, una rubia tonalidad 04 de Loreal comenta que “hace un año y medio que no voy, pero me veo todo en DVD, me los compro truchos, porque, viste, una dice, a mi me importa la ética y todo eso pero después vas a alquilarlo al videoclub, ¿viste? que queda en Las Heras y Pueyrredón, y te dan uno que me parece que es trucha y al final, para eso vas y te lo comprás vos. Qué linda miss sunshine, me encantó ¿a vos no?” (Paralelamente se está desarrollando otra discusión de alto contenido cinéfilo. La escucho a Madre, no sé a raíz de qué, decir –con esa voz prístina e inconfundible de diva de prime time- “El Padrino es la biblia del cine”). Mientras tanto, desde el otro rincón, Loreal continúa con el listado de últimas adquisiciones –tres por diez pesos, una ganga- entre las que se cuenta “una que es una porquería atómica, no sé si la vieron Cara de queso.” “Ahhhhhh!!!!!” Salta Madre, que atina a escuchar las últimas palabras y no puede perder la oportunidad de resaltar algo que –ella cree- es encomiable y digno de alabanza sobre alguno de sus hijos: “la película de Wino!!!! Es INTIMO amigo de mi hijo!!!!!” (Nunca hay que dejar de mencionar a algún famoso que conozcamos; Madre también apunta, en otro momento, que fui compañera de cursos varios de Claudia Piñeiro). Loreal (Olvido mencionar su atuendo: camisa de algodón gris en cuyo pecho se incrusta un conjunto de tachuelas que forman una especie de pechera plateada y mangas de las que sobresale un retazo de tela cual si fueran las alas de un murciélago), expone su opinión sobre el film: “Nos deja mal parados. Es antisemita. No somos todos así. La escena esa, por ejemplo, en la que la shikse duerme en un lavadero de dos por dos... yo fui toda mi vida a Venado y no era así” ¿La qué? –éste es mi hermano que pregunta, indignado- “La shikse. Si vieras cómo vive en mi casa. Está mejor que yo”.
Basta para mí, basta para todos. Salgo con mi copa de vino al jardín y los miro desde lejos, a través del arbusto del cantero, recortados por los cuadrados de la ventana de vidrio repartido que da al comedor. Gracias a Dios, al Dios que respeto y por el cual brindo y bebo el vino dulce de kidush, no los escucho más.

martes, 20 de marzo de 2007

Para qué.

No quiero estar sola. No quiero estar con gente. No quiero estar despierta. No quiero estar dormida. No quiero estar. En fin. Así. Paradita sobre una trampa de ramitas secas y crujientes, debajo de las que se abre un hueco, un pozo, un agujero profundo. No quiero moverme. No me quiero caer. No quiero mirar para atrás y ver, como desde la superficie, un cadáver en el fondo de una pileta. Ni el rictus de su cara, ni la piel cada vez más pálida, ni las uñas violetas que siguen, como el pelo que baila con la oscilación del agua, creciendo. No quiero pensar. No quiero escribir. No quiero llorar. No quiero aterrarme, clavarme, hundirme, volcarme. No quiero pedir. No quiero querer. No quiero estar suspendida en el aire, en pausa, emitiendo pequeñas descargas, estertores, temblores, desatinos. No quiero masticar arena, ni tragar más humo ni agujerearme la garganta. No quiero desplegar mi lengua por el piso como a una alfombra para que otros se limpien los pies. No quiero callarme. No quiero escuchar. No quiero entender. No quiero seguir. Pero sigo, eh.

jueves, 15 de marzo de 2007

Ahora sí.

Ahora apagué la luz y la volví a prender y la apagué y la prendí y prendí la tele e hice zapping y apagué la tele y la luz otra vez y escuché un quejidito en la habitación de al lado, la de mi hija. Me levanté, entonces, (esta vez no prendí la luz) y caminé a tientas, aunque había suficiente claridad –la habitación está llena de claraboyas por las que se filtran rayos de luna y luces ciudadanas- y entré. Ella dormía abrazada a su oso de peluche. Una pesadilla habrá sido, nomás. Volví. Me acosté. Escuché un ruido. Otro. No. Otra vez la rata no. Por favor, no. No. Prendí la luz. Me bajé de la cama (es un decir; la cama es tan baja que uno apenas resbala hasta el piso). Me quedé unos instantes parada sin saber que hacer. Fui al baño. Hice pis. Unos minutos mirándome en el espejo. Estudiando los glóbulos oculares, los orificios nasales, las inminentes arrugas alrededor de la boca (en las comisuras, para ser más precisa) las clavículas –cada vez más sobresalientes, como trapecios de circo- las costillas, el esternón levemente hundido, el pliegue de piel que amenaza al ombligo, el bello crecido, todo. Todo. ¿Soy fea? ¿Soy linda? ¿Nada, ni fu ni fa? ¿Importa, acaso? Otra vez a la cama. Boca arriba. El tic tac del reloj de la cocina, como una línea punteada, esconde con disimulo una figura fácilmente descifrable, siempre y cuando se la recorra con la punta de un lápiz. El secreto del tiempo es un juego de niños. Pero ya pasó. Ahora se es esto. Esta mácula de tinta derramada sobre una página en blanco. Sin forma. Protoplasmática. Una mancha de humedad en la pared a la que se le puede adjudicar una forma cualquiera, elegida al azar, siempre y cuando la imaginación dependa de otro. Y ya es tarde. No hay más claves. Ni pistas. Ni comodines. Hay, en todo caso, cero coma cinco. Y un efecto. Y una larga lista de contraindicaciones. Y la noche cerrada como un cajón. Hermética. Llena de virulana en rollitos. Y una aguja para tejer al crochet que edifique sueños ásperos y rugosos.

martes, 6 de marzo de 2007

+ cajones

Impresionante. Curioso. En los cajones de mi escritorio descansa una infinidad, verdaderamente una enorme cantidad de cuadernos llenos de anotaciones. No contemplan el más mínimo orden. En cada uno de ellos puedo encontrar desde recetas de cocina hasta poemas, pasando indefectiblemente por apuntes tomados en diversos cursos: dirección teatral, filosofía, cine, diseño de modas.
Ideas. Llenos de ideas y de comienzos de cuentos, obras de teatro, guiones... Apuntes desordenados en los que ahora, revisando, escarbando, relamiéndome en ese picoteo de migajas ínfimas, me descubro. Metonimia de mi misma. Semillas dispersas sin haber sido regadas jamás. Brotes como muñones.
Temas recurrentes que me acosan pero que a la vez abandono sistemáticamente. Gran contradicción: abandonar, dejar por la mitad sin terminar jamás nada es mi única disciplina.
El proyecto (con grandes posibilidades de quedar trunco) : rescatar algo de todo eso y construir. Nadar entre mis propios huesos, hacer un trabajo de paleontología.