lunes, 11 de junio de 2007

La otra mirada

Son las once. Nunca me dejan estar levantada a esta hora. Pero hoy es sábado. Me pusieron un vestido, medias largas, zapatos de cuero blanco y me trajeron la reunión.
Ceno junto con los hijos de otros invitados, en la mesa de los chicos. Apenas pruebo la comida. Después me invitan a jugar a las escondidas, pero digo que no. Prefiero infiltrarme entre los adultos. Mientras toman café me acomodo entre dos señoras, debajo de alguna axila. No entiendo de qué hablan, de qué se ríen. Pero me gusta estar ahí. Me sirvo un vaso de Coca, hago de cuenta que es vino, coloco un grisín entre los dedos mayor e índice y lo voy royendo de a poco. Exhalo volutas imaginarias de humo y le pego suaves golpes al palito en la superficie, para que caigan las cenizas. Mi mirada se pierde entre los arabescos estampados de algún vestido. Tengo sueño. Hago un esfuerzo enorme por mantenerme erguida y con los ojos abiertos. Al tiempo, caigo. Escucho algunas voces, como con sordina: “Uy, mirá. La nena se durmió. ¿Querés llevarla a la pieza? Va a estar más tranquilita”.
Los brazos de papá me rodean la cintura y la nuca y me levantan en el aire. Mi nariz contra su cuello. Olor a colonia de afeitar. La palma de mi mano sobre la camisa adhiriéndose a su espalda. Respiración pesada. Aliento a alcohol. Detrás, los pasos de la anfitriona que llega presurosa a hacer lugar entre carteras y abrigos en la cama grande. Papá me deposita sobre el colchón, me tapa con una frazada peluda que me produce escozor en la cara y me da un beso en la frente. En lugar de reaccionar, me hago la
dormida. Antes de salir deja la puerta entreabierta y se va, dándome la espalda. Durante unos minutos intento diferenciar en la oscuridad los objetos que forman la montaña a mis pies; tapados, abrigos de piel, camperas, bolsos, carteras. Una franja gruesa de luz entra por el filo de la puerta entornada. Ilumina, incidentalmente, el espejo que cuelga de la pared. Creo distinguir en el reflejo una porción del torso de la dueña de casa y las manos de papá, levantando con torpe agitación el ruedo del vestido. Sus dedos gruesos se deslizan debajo de la tela. Forcejean un poco, jugueteando con el elástico de las medias, hasta que desaparecen de mi vista. Cierro los ojos, quizás para apartar esas imágenes, sin saber que retornarán modeladas por el recuerdo, una y otra vez. Después me pierdo en ensoñaciones de las que despierto sobresaltada cuando alguno de los invitados entra en la habitación para buscar sus cosas.
Ahora la nena está recostada en la parte trasera del auto. Su nariz y su boca, aplastadas contra el ángulo que forma el asiento con el respaldo. Duerme debajo de mi abrigo. Se despierta, abre los ojos, dice mamá. Me habla a mí. Tengo que contorsionarme un poco para girar sobre mi hombro y mirarla por encima de la butaca de adelante. Esa melena rubia que se derrama sobre el tapado no es la mía. Es la de mi hija. Soy adulta. El tiempo nos arrastró como una ola gigante hasta la orilla del presente. Soy madre.
La calle está desierta, salvo por el camión de basura que hace su recorrido lento a unos metros de distancia. A través de la ventana empañada por el rocío de la madrugada veo el reflejo difuso de los postes de luz. Me pregunta cuándo llegamos a casa. Yo le contesto: enseguida.

4 comentarios:

ERLAN dijo...

La imagen de ella royendo el grisín es maravillosa.

Vir dijo...

Ja!!

H de K dijo...

good che,lo lei en el suple de clarin. Los anónimos son unos pendejos anónimos que no salen del anonimato. Eso del punto parece un ejercicio del Soni and the fury.

Vir dijo...

Gracias, hector. El lector anónimo y agresivo es todo un fenómeno del mundo blog. Ni me gasto, la verdad.