sábado, 11 de agosto de 2007

Work in progress II

¿Te estás aburriendo?
Nadia: No.
Cruz: Entonces la vi.
Nadia: ¿A quién?
Cruz: Al principio pensé que era el rostro de una mujer ahogada. Tan blanco. Casi transparente. Los ojos amarillos. Casi sin labios. Apenas una línea delgadísima, una ranura en lugar de boca. Estiré una mano para tocarla, pero se hundió en el agua. Me incliné para tratar de ver hacia dónde había ido. El bote se dio vuelta. Empecé a manotear y a dar patadas para mantenerme a flote. Estaba congelado y apenas podía moverme. Empecé a hundirme, enredándome entre las entrañas acuosas del mar. Me quedé sin aire. Intenté relajar el cuerpo para salir a flote, pero el pánico y el entusiasmo me lo impedían. ¿Tenías idea de que las sirenas existen?
Nadia: No te pedí que me contaras uno de tus cuentos.
Cruz: No es uno de mis cuentos, querida. Esto pasó de verdad. Las sirenas no suelen mezclarse con los humanos. De hecho, no permiten nunca que las vean. A lo sumo se dejan escuchar. Cantan melodías extrañísimas y un poco crispadas a los náufragos mientras se están ahogando. Todavía hoy no puedo dejar de preguntarme por qué me salvó. Qué extraña afinidad sintió conmigo. No es que pudiera sentir pena o compasión. Las sirenas son incapaces de experimentar esa clase de sensaciones. No son ni buenas ni malas. No forman parte ni de la naturaleza, ni de la cultura. Hacen lo que tienen que hacer. Dejar que te ahogues. Por ahí esta estaba medio vieja. Por ahí, ella también estaba a punto de morirse. Tal vez estaba tan triste que el corazón le pesaba dentro del pecho. La cuestión es que me subió a su lomo; no era una espalda de mujer exactamente, ni tampoco el lomo de un pez. Era resbalosa, estaba cubierta de musgo y los dedos de las manos estaban unidos por una membrana finísima.
Nadia: Ese es un lugar común. Pensé que eras más imaginativo.
Cruz: Lo soy. Si lo estuviera inventando podría describírtela de otra forma. Pero era exactamente así. Tené paciencia.
Nadia: Si.
Cruz: Cuando llegamos a la orilla estaba amaneciendo. Yo, casi desmayado. Ella me dejó sobre la arena mojada. Estaba agitada. Me di cuenta porque respiraba con dificultad y el pecho se hinchaba y se hundía con violencia. No sé por qué lo hice. Pero cuando estaba por volver a internarse en el mar, la agarré de un brazo. La agarré con tanta fuerza que le clavé las uñas en la carne. Pegó un chillido y empezó a sangrar. Me miró a los ojos y yo, por primera vez, reparé en la superficie de su cola, sobre la que rebotaron los primeros rayos del sol, que empezaban a asomar. La agitaba de un lado para el otro. Plateada, chata, cubierta de escamas, pesada como una barra de metal. Y filosa. Tuve unos deseos irrefrenables de matarla, de poseerla, de aplastarla con mi cuerpo y asfixiarla para llevarme su cadáver conmigo. Pero nunca me imaginé que algo tan delgado y en apariencia tan frágil pudiera tener una fuerza tan arrasadora. SE sacudió y me expulsó a varios metros de distancia. Después, se acercó de nuevo, me sujetó de los dos brazos presionando mi cuerpo contra la arena, levantó la cola en el aire, y la dejó caer con todo el ímpetu de su propio peso sobre mis piernas.

Nadia se estremece.

Cruz: Me desmayé. Al dspertar, estaba en la camilla de un hospital. Nunca encontraron mis piernas. Y, por supuesto, no le conté a nadie esta historia. Salvo a vos. Ahora.

2 comentarios:

H de K dijo...

ando dando vueltas por acá V!

Romi C. dijo...

Genial...un tanto estremecedor.
Besos prima!
RC