sábado, 24 de febrero de 2007

Mudanza (bis)

Canastos de mimbre repartidos por todos los ambientes de la casa. Envolver cada plato, uno por uno, en papel de diario. Lo mismo con los vasos, los cubiertos, las fuentes de loza, los cacharros. Deshacerse de la ropa que se acumula en el fondo del placard y ya queda chica, o nunca se usa. Descolgar los cuadros de las paredes. Sacar las cortinas.
Estela abre cajones, revisa papeles viejos, hace un bollo con antiguas listas de supermercado, notitas, facturas pagas. De a poco va llenando hasta el tope la bolsa negra de consorcio. A Julieta le toca sacar los libros de la biblioteca y acomodarlos en uno de los canastos. Días atrás, Marcos pasó a llevarse los suyos. Los que le corresponden. Según él. Según ella, no. Entonces, discusión, pelea, gritos, forcejeos, reproches, acusaciones. Evocaciones milimétricas acerca del cómo y del cuándo de la adquisición específica de cada bien en particular. Qué es de quién. Tuyo, mío, nuestro. Los discos, el sillón de cuero, el póster de Picasso del último viaje a Europa. El juego de té. El espejo antiguo. La lámpara de pié. La alfombra.
Llanto de Estela. Crispación, mandíbula apretada, puño cerrado amenazante de Marcos. Otra vez, esta vez, mandan a los chicos escaleras arriba. Los meten en el cuarto y cierran la puerta. Ellos pegan el oído a la pared. Hasta que después del te vas, te vas, te vas de acá, portazo atronador y silencio, más llanto ahogado de Estela y Julieta que baja corriendo tan rápido que se tropieza y casi se mata y la mira y la abraza y le pide que por favor no llore. Nada le da más miedo en el mundo que ver a su mamá llorar.
Al rato tocan el timbre los del camión de mudanzas. Son dos tipos enormes, gordos, que usan camisas a las que les arrancaron las mangas y jeans gastados. Entre los dos, mientras las gotas de sudor empiezan a caerles de la frente como manguerazos, cargan todo. Cuando está listo, llaman a un taxi.
Ellos van atrás del camión . Julieta observa cómo todos los muebles se bambolean al ritmo del motor y pegan saltos con cada irregularidad del pavimento. La casa entera plegada, amontonada, superpuesta. El espejo envuelto con la alfombra, la lámpara de pié inclinada sobre la cama, los cuadros recubiertos por el papel de globitos que a los chicos les gusta aplastar. Las sillas apiladas. La cabeza de Lucía, la muñeca, se asoma por encima de un canasto y los ojos azules de plástico pareciera que la miraran escrutándola, haciéndole preguntas para las cuales ella no tiene repuestas. Ezequiel protesta porque quería viajar con el camión de mudanzas, en la parte de adelante, junto con el abuelo. Empieza a chillar, patea el asiento del conductor. Estela lo agarra de un brazo, lo estruja, le dice quedate quieto de una buena vez. Ezequiel llora y le dice mala, mientras revolea los brazos. Julieta baja un poco la ventanilla y se deja acariciar por el aire caliente que entra como una ráfaga. El sol dibuja formas extrañas sobre el piso de goma del auto. A medida que se alejan del barrio, la arboleda se va haciendo menos tupida y el tránsito se congestiona. Van por una avenida. Estacionan frente a una plaza enorme, sobre la calle Coronel Díaz. En la puerta del edificio los espera el abuelo Jacobo. Los peones están empezando a descargar las cosas sobre la vereda. Estela busca la llave y entran. Los chicos se pelean para ver quién aprieta el botón del ascensor. Ezequiel se pone en puntas de pié. Estira la columna, el brazo, el dedo índice. No llega. Julieta se apresura y presiona el nueve. Ezequiel pega un grito y larga un sollozo que da pena. Estela lo alza en brazos y entran al departamento.
Tres ambientes. Un living estrecho alfombrado con una carpeta azul y raída. Una cocina angosta y larga cubierta por azulejos celestes y alacenas de fórmica amarilla. Y dos habitaciones. Una, del tamaño de un placard. Los chicos recorren íntegro todo el lugar en unos pocos pasos y salen al balcón desde donde se ve parte de una plaza. El abuelo ofrece llevarlos almorzar a u casa. Pasan allí la tarde entera y cuando vuelven al nuevo hogar, todavía hay algunas cosas adentro de los canastos, pero la mayoría de los muebles ya están acomodados.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Dear uncle: si hay algo de lo cual le dejo constancia es que hacer, hago. O aunque sea lo intento.
Si hay algo que me cuesta es eso de quedarme quieta. Salvo que esté muy muy cómoda, lo cual no es para nada habitual.
Abrazos y gracias por sus siempre útiles consejos.

Anónimo dijo...

Ex: me ha visto hoy en el diario? Ay, ay, ay... me voy para arriba, aunque no quiera. Así somos las superheroínas!

Old Girl dijo...

"Cuál es la raíz que hace torcer los vientos del corazón, calentar la sangre del hombre y de la mujer, o calentar lo de uno y enfriar lo del otro?"

Esta pregunta, es una de las primeras, y la respuesta no existe. existe la forja de un Bien común, caricias en el pecho del otro porque sabemos que allí está el corazón y, dicen, que en él transcurren los sentimientos. existe una palabra empeñada "te querré" y todo lo otro, después de eso, es casi misterio. pienso, que uno no debería dejar que se lo lleve el Diablo, no pactar con el maltrato y la insatisfacción. aunque eso es difícil. pero aún si se ha pactado con eso, queda el momento presente, en el que podemos parar y preguntar: ¿qué quiero? ¿y yo... quiero querer?
Si la respuesta es clara, el Bien vendrá. Kristeva dice que esta época padece la falta de amor porque no hay una creencia, una fé en algo que esté más allá, y el otro (el objeto amoroso) es la posibilidad de Infinito. Es cierto y ud. sabe, Ex, de mi desesperanza a veces,tanto se habla sobre el lenguaje que al final éste no dice nada, sabemos que somos lenguaje y nada más que eso,etc, etc,pero no podemos decir un "te quiero" duradero... Yo no se nada... pero se que quiero escribirle en este momento, estar... me conoce y sabe que después de teorizar me río y digo: qué se yo!
¿Y qué se yo? Se que quiero.
Es hora de preguntar, y de contestar con cierta entereza, casi con furia, respecto de esto del querer... eso creo yo (pronto reiré y diré: ya no creo eso).